“Es defendiendo los derechos de las niñas y las mujeres que realmente nos ponemos a la altura como hombres”. Arzobispo Desmond Tutu
La noche del 12 de octubre del 2002, recibí una de las llamadas más dolorosas de mi vida. Recién acababa de terminar la cena en la que estuve con varias amistades de la Escuela Kennedy de Gobierno de Harvard y mi celular sonó mientras me ponía el abrigo y le agradecía al anfitrión por la comida exquisita y a todo el grupo por la conversa tan chula. Todo cambió cuando escuché la voz de una de mis mejores amigas de la universidad llorando sin parar y pidiéndome que fuera lo más rápido posible a donde estaba.
Por suerte, la casa del anfitrión estaba cerca y uno de los compañeros que estaba en la cena se ofreció a acompañarme porque conocía muy bien esa parte de Cambridge, una de las ciudades que conforman el área metropolitana de Boston donde están Harvard, MIT y otras universidades. Le agradecí en el alma ese gesto sencillo que resultó vital porque los atajos que conocía entre las callecitas de Cambridge me ahorraron un tiempo precioso para llegar caminando (bueno, casi corriendo) al edificio de apartamentos de la universidad donde estaba mi amiga y porque oírla tan desesperada me había sacado el sentido de orientación del cuerpo.
Cuando finalmente llegamos (me imagino que fueron unos 10 o 15 minutos, pero yo sentía que habían sido horas), la escena parecía sacada de la famosa franquicia “La Ley y el Orden”. Carros de policía con las luces multicolores encendidas y un montón de gente que yo no conocía entre la que pude distinguir a mi amiga. Ella me llamó y yo pude, gracias al buen samaritano que me llevó, llegar justo a tiempo para montarme con ella en el carro de la policía de Harvard que nos llevaría a la estación. En el carro me dijo finalmente lo que había ocurrido. Su novio, un examigo mío, también dominicano, la había golpeado varias veces en el apartamento que él compartía con otro estudiante de nuestro programa (su compañero de apartamento estaba fuera de la ciudad).
En EEUU muchos campus universitarios tienen sus propias policías, algo que históricamente ha sido causa de muchos problemas y discriminación racial. Pero en este caso particular, la mujer policía con la que estuvimos fue un ejemplo impresionante de profesionalidad y de compasión. La que no sabía cómo comportarse era yo. Sabía que debía hacer todo lo posible por mantener la compostura, sabía que mi rol era contener mis lágrimas para recoger las de ella, sabía que apoyar a mi amiga era la prioridad. Y, lo más difícil de todo, sabía por lo que había aprendido de mis amigas feministas que trabajan en el tema (yo siempre me he rehusado a hacerlo porque me afecta demasiado) que lo más importante era respetar las decisiones que mi amiga decidiera tomar. Incluso cuando decidió no presentar cargos (al agresor lo habían arrestado porque una vecina había llamado a la policía y él confesó en el lugar de los hechos) me quedé tranquila tratando de no mostrar la rabia que sentía hacia él para poder concentrarme en apoyarla a ella.
A esa noche terrible le siguieron meses muy difíciles que recordaré siempre. Pero lo más difícil fue ver a mi amiga esa noche y ver las reacciones de mucha gente después. Ella es una de las personas más brillantes e independientes que he conocido y verla en el nivel de fragilidad en que la vi esa noche en la policía y luego en el hospital me hizo aprender muy de cerca la marca indeleble que deja la violencia contra las mujeres, incluso en uno de los lugares más ricos y privilegiados del mundo. Para respetar su privacidad no podía compartir lo que pasó con la gente a nuestro alrededor, ni siquiera con mis amistades más cercanas en RD. Pero cuando me dio permiso para hacerlo, me llevé la desagradable sorpresa de que la reacción de muchas personas, tanto en EEUU como en RD, era preocuparse no por su salud ni por su bienestar sino por “la carrera” y “el futuro” del agresor. La vida de él, el futuro de él, la carrera de él era lo único que me repetían una y otra vez y yo no salía del asombro y de la indignación. Por suerte, otras personas (incluso algunas del entorno del agresor) sí apoyaron a mi amiga y sí entendían que el ciclo de la violencia solo se rompe cuando el hombre agresor asume su responsabilidad y se trabaja para romperlo y cuando la mujer víctima se convierte en sobreviviente identificando los patrones que le impidieron ver el peligro en que estaba.
Les comparto esta historia porque ha sido mi experiencia más cercana con el fenómeno aterrador y complejo que es la violencia contra las mujeres. Y lo hago porque el asesinato de la comunicadora Chantal Jiménez Vargas por Yensy Graciano Cepeda y el suicidio de él a principios de este mes generó una nueva oleada de indignación y debates en la prensa y en las redes sociales.
La reacción es importante porque muestra que nuestra sociedad todavía tiene espacio para el asombro aún con los más de 200 feminicidios mal contados (asesinatos de mujeres por el hecho de ser mujeres) que siguen ocurriendo cada año y que son la expresión más extrema de la violencia contra las mujeres. De hecho, según los datos de la CEPAL, tenemos el honor macabro de ser uno de los tres países con mayores tasas de feminicidios en América Latina: Honduras encabeza la lista con 4,6 casos por cada 100.000 mujeres, RD tiene 2,7 casos por cada 100.000 mujeres y nos sigue El Salvador con 2,4 casos por cada 100,000.
Después de décadas de campañas de sensibilización, marchas y denuncias del movimiento feminista y de las organizaciones que trabajan en el tema parece que menos gente cree eso de que “en pleito de marido y mujer, nadie se debe meter” que tanto se usaba para justificar la violencia contra las mujeres. Y hace años que las instituciones públicas se involucran con las flores que llevan al Altar de la Patria, las caminatas que realizan y las marchas en las que participan cada 25 de noviembre, Día Internacional de No Violencia contra la Mujer.
Lamentablemente, dada la magnitud del problema en nuestro país y en el mundo, el 25N es una conmemoración que sigue siendo “justa y necesaria” como dicen de forma tan hermosa en la misa. Por eso se lleva a cabo a nivel internacional desde que la Asamblea de las Naciones Unidas creó el día en el 1999 siguiéndole los pasos al movimiento feminista latinoamericano que llevaba años conmemorándolo desde que la delegación dominicana lo propusiera en honor a las hermanas Mirabal en el primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe en 1981 en Bogotá.
}Es importante seguir creando conciencia conmemorando el 25N y denunciando los tantos casos de feminicidios que continuamos teniendo. Sin embargo, eso no es suficiente y las reacciones que vimos en la prensa y en las redes reflejan los obstáculos que enfrentamos por varias razones y aquí solo voy a hablar de dos. La primera es que, como siempre destaca el experto en salud y seguridad social Chanel de la Rosa en Twitter, nos escandalizamos más cuando la mujer asesinada es de clase media o alta o es una celebridad. Cuando lo mismo ocurre con una mujer de nuestros campos, barrios o bateyes (que ocurre con más frecuencia porque ahí es que vive la mayoría de la población), la reacción es menor e incluso inexistente. Y ni se diga cuando la persona asesinada es una mujer trans, una forma terrible de violencia que ni siquiera se recoge en las estadísticas y raramente aparece en los medios.
La segunda razón es que, como destacaba el pasado viernes la magistrada Miriam Germán, Procuradora General de la República, el problema de fondo es que muchos hombres se siguen creyendo “propietarios de las mujeres”. Tengo años diciendo que los feminicidas nos han dado la pista de qué hacer cada vez que le dicen a su víctima “si no eres mía, no serás de nadie” antes de asesinarlas, pero como sociedad no acabamos de hacerles caso. No podremos eliminar los feminicidios y, de hecho, el ciclo completo de la violencia contra las mujeres hasta que no entendamos las causas del problema. Las causas no tienen que ver con lo que hace o deja de hacer la víctima sino con la idea con la que educamos a los varones (en la familia, en la escuela, en la publicidad) de que sus vidas, sus proyectos y sus deseos son más importantes que los de las mujeres. Más aún, que las mujeres en todo caso son su propiedad y lo que hagan o dejen de hacer (hasta después de haber terminado la relación) refleja siempre el “honor” del hombre y nunca debe interferir con las prioridades… de ellos.
Continuamos burlándonos de los hombres que sí respetan y consultan a sus parejas femeninas porque para ser hombre hay que “controlar a su mujer”. De hecho, todavía mucha gente dice “mi mujer” o “su mujer” cuando realmente están hablando de la esposa. Seguimos diciéndole a los niños que “los hombres no lloran” y les enseñamos que la única emoción que pueden mostrar es el enojo. Seguimos comprando juguetes de guerra y agresión para los niños (pistolas y tanques) y de cuidar a otras personas para las niñas (cocinitas y muñecas). Y lo que necesitamos es dejar de participar en este autoengaño colectivo y escuchar de una buena vez a la gente que ha hecho los estudios y generado las experiencias que sí han dado resultado. Necesitamos por fin hacerle caso a Luis Vergés y replicar el exitoso Centro de Intervención Conductual para Hombres Agresores en todo el país para romper el ciclo de violencia en que se involucran los agresores (muchos de ellos también víctimas de violencia cuando eran niños y jóvenes).
Necesitamos escuchar a las expertas feministas como Mildred Mata y Susi Pola que llevan décadas explicando cómo las familias y comunidades deben apoyar a las víctimas ayudándolas a reconocer la violencia que sufren, creyéndoles cuando la denuncian y sirviendo de muro protector ante el agresor en vez de decirles que aguanten como mártires “por el bien de la familia”. Necesitamos aprender de las experiencias exitosas de otros países como la que me contó hace muchos años Altagracia Valdez Cordero, otra experta en salud integral y en este tema. Por ejemplo, cómo en San Pedro Sula, la segunda ciudad más importante de Honduras, la gente en los vecindarios hacía ruido con sus ollas cada vez que oía un caso de maltrato hasta que el agresor dejaba su comportamiento violento. Y necesitamos llevar menos flores al Altar de la Patria y poner mucho más dinero en fortalecer el Ministerio de la Mujer (no eliminarlo), ampliar las unidades especializadas, formar a todo el personal del Ministerio Público y la Policía para que realmente entiendan y prioricen el problema y todo lo demás que plantea la Ley Integral de Violencia propuesta por el movimiento feminista y las demás organizaciones expertas y que necesitamos terminar de aprobar.
También necesitamos hacerle caso a cientistas sociales como la antropóloga Tahira Vargas quien nos ha mostrado con múltiples estudios cómo desde la educación, la familia y el Estado seguimos perpetuando el uso de la violencia para resolver problemas y cómo los niños y jóvenes aprenden que su masculinidad (la forma de ser hombres) depende de controlar y violentar a las mujeres. Por eso también es que las feministas y organizaciones pioneras como CIPAF, FLACSO, CEG-INTEC y el Instituto de Género y Familia de la UASD insistimos en que haya políticas de equidad de género en la educación y en todos los sectores. Por eso es que, además, hay que seguir y ampliar las campañas exitosas como “Resetéate” que les enseñan a los hombres jóvenes a vivir su masculinidad sin hacerse ni hacerle daño a nadie y a las mujeres jóvenes que los celos y el control no son amor sino violencia. Los hombres violentos y las mujeres víctimas no nacen, se hacen. La fiebre no está en la sábana. Necesitamos entenderlo para que podamos por fin eliminar los feminicidios, las otras formas de violencia contra las mujeres y contra todo el mundo y construir una sociedad más justa, pacífica y solidaria.