Nouriel Roubini debe ser el más azaroso economista del Norte Global por estar prediciendo crisis. Y yo debo ser el más azaroso economista dominicano por estar diciendo que no estamos preparados por si ocurre.
Ahora Roubini está advirtiendo de la llegada de tiempos difíciles para el capitalismo mundial, y eso no asustaría a nadie de no ser por haber sido él el único economista reconocido del primer mundo que predijo con precisión la Gran Recesión del 2008.
El contexto actual se inicia con la pandemia. Al llegar la COVID e imponerse el confinamiento de la población, los gobiernos del mundo se vieron precisados a incrementar los gastos públicos y agudizar su endeudamiento, en tanto que los bancos centrales optaron por incrementar la emisión monetaria y bajar las tasas de interés para tratar de atenuar los efectos sociales e impulsar la recuperación macroeconómica.
No se discute si eso era bueno o malo; sencillamente era lo que había que hacer. Lo contrario era la muerte. Pero estábamos conscientes de que consecuencias habría después. A ello se agregaron otros elementos también nefastos para el mundo, como el BREXIT, la guerra en Europa, la guerra comercial y tecnológica contra China y otros conflictos geopolíticos que complicaron el panorama.
La primera consecuencia previsible era la inflación mundial, pero algunos economistas plantearon también la inminencia de una crisis financiera, con la quiebra de bancos, que agravara el problema. Entre las razones para tal predicción, una es que la abundancia de liquidez y bajas tasas de interés alentaron a que se endeudaran empresas que de antemano estaban paralizadas, algunas de las cuales no volverían a ser rentables. Las propias autoridades monetarias indujeron a los bancos, con tasas de interés subsidiadas, a prestar a clientes subprime, muchos de los cuales no podrían pagar.
La segunda razón es que, al llegar la inflación, las tasas de interés volverían a subir, y con ello, algunos clientes que antes eran prime con tasas bajas, se convertirían en subprime con tasas altas. La tercera es que la pandemia indujo a los gobiernos a sobre endeudarse, y al riesgo de que los países pobres no puedan honrar sus deudas soberanas, por los déficits en que debieron incurrir para afrontar la crisis. Y cuando alguien no puede pagar, otro alguien no podrá cobrar, y eso genera una cadena de impagos.
Finalmente, que muchos depositantes que habían colocado sus ahorros a casi cero intereses aprovecharán ahora para retirarlos e invertirlos a mayor rendimiento, encontrando a bancos con ese dinero comprometido en inversiones de largo plazo a bajo rendimiento, presentándoseles un problema de liquidez, generando desconfianza y pánico capaz de quebrar cualquier institución financiera.
Uno de los problemas de las crisis financieras es lo impredecibles que son. A casi todo el mundo les encuentran “asando batatas”. Tras el colapso del Silicon Valley Bank en EUA y del Credit Suisse en Europa, casi todo el mundo entiende que lo peor ya pasó.
Pero no estemos tan seguros. La crisis de los derivados que ocasionó la Gran Recesión se inició a inicios del 2007, Bern Stern colapsa en marzo de 2008, el gobierno estadounidense intervino a los gigantes hipotecarios Fannie Mae y Freddie Mac en julio, Lehman Brothers quiebra en septiembre y ahí se desatan todos los demonios. La economía norteamericana cae en el 2009, pero en Europa los mayores efectos se producen posteriormente, España no la supera sino a partir del 2015 y Grecia del 2017.
Una cumbre del G-20 se celebró en abril del 2009 para ayudar a los países subdesarrollados a superar la crisis, el FMI los alentó a gastar para estimular la demanda, los ricos aportaron recursos para ese fin. República Dominicana aprovechó ese chance y, hasta el día de hoy, no logramos superar el déficit fiscal al que fuimos inducidos a incurrir.
Esto lo escribo para que no estemos seguros de que todo terminó, pero, si ocurriere, no tengo ningún temor de que la banca dominicana tenga mayores problemas de contagio, pues después de Banínter fue vacunada, pero sí me preocupa el desequilibrio fiscal.
Ante una crisis financiera, lo primero es que se va a dificultar, cuanto no a cerrar, el acceso al crédito internacional para todos aquellos que no ofrezcan la mayor garantía. República Dominicana ha mostrado ser buen cliente, pero no olvidemos que para funcionar necesita inyección de capitales. Solo para financiar el faltante presupuestario de este 2023 se requieren US$6,600 millones, de los cuales, el 57% son endeudamiento, o sea, para cubrir el déficit, y el otro 43% es para reenganchar por los vencimientos de deuda vieja.
Mínimamente un monto igual se necesitaría para el presupuesto del 2024 y muchos más para los subsiguientes, porque no hemos hecho la tarea. Y si se nos cierra el crédito, probablemente Dios nos va a encontrar sin confesar, por no haber ejecutado el pacto fiscal que hace mucho necesitamos.
Y todavía si se mantiene el crédito abierto, una crisis financiera tendría otros impactos terribles (turismo, zonas francas y remesas incluidos) para la economía dominicana. La anterior nos encontró sin déficit fiscal y con bancos saneados y, aun así, pese a un gobernador empecinarse en negarlo rotundamente, tuvo que admitir años después que en 2009 el PIB apenas había crecido en el último trimestre.