Con ganas de reír para no llorar leí esta semana el cuarto informe anual Estado Mental del Mundo del Global Mind Project, estudio realizado por Sapien Labs para analizar las tendencias y los conocimientos sobre el bienestar mental de más de cuatrocientas mil personas a través del mundo.

Para mi sorpresa, República Dominicana aparece como el país más feliz del mundo, y seis de los diez países más felices se encuentran en América Latina, dentro de ellos, increíblemente, Venezuela y El Salvador. ¡Uf!

En cambio, los británicos, que confieren mucha importancia a su bienestar material y menos a los aspectos subjetivos de la felicidad que trata de medir este “estudio”, ocupan el lejano puesto 49, pese a tener un desarrollo humano muy superior a estos países (decimoséptima posición entre 189 países y territorios).

Este “estudio” me reenvía a una de mis primeras constataciones al inicio de mis estudios de sociología en Canadá, hace ya unas cuantas décadas: las ciencias, tanto las sociales como las naturales, miden lo que definen como medible, y tanto lo que definen como medible como las mediciones que realizan pueden estar muy apartadas de la realidad.

Este parece ser el caso del referido “estudio”, porque los indicadores de felicidad que utiliza se refieren exclusivamente a aspectos de la salud mental, reagrupados en seis categorías: estado de ánimo y perspectivas, yo social, impulso y motivación, conexión mente-cuerpo, cognición, adaptabilidad y resiliencia, todos aspectos muy subjetivos que colocan como campeones de la felicidad a los dominicanos, mulatos caribeños, alegres, ruidosos y gozosos, para quienes na e na e to e to y una partida de dominó acompañada de ron y una rítmica bacha los hace sentirse en la gloria, aunque deban tres meses de alquiler y el sueldo del mes en el colmado de la esquina.

Creo, sin embargo, que, pese a este espíritu festivo y despreocupado de los dominicanos, otro hubiera sido el resultado de este “estudio” si se hubieran combinado estos indicadores subjetivos con algunos aspectos socioeconómicos, como los que se toman para medir el desarrollo humano, vida larga y durable, conocimientos y nivel de vida digno (ingresos, calidad de servicios, etc.).

De haber procedido así, seguro que nuestro rango de felicidad no estuviera muy lejos del puesto 80 que ocupamos en el IDH-Índice de Desarrollo Humano.

Esto también sería valido para El Salvador, que ocupa el 124º puesto entre 189 países y territorios, y Venezuela el 113º puesto.

Está claro que desarrollo humano no es igual a felicidad, pero considero muy cuesta arriba que alguien se sienta feliz sin un mínimo de bienestar económico y social, salvo que no se haya convertido en una especie de sadhu (monje hindú que abandona la sociedad y toma el camino de la penitencia y la austeridad para alcanzar la iluminación y la felicidad).

Usted podría desconfiar de los indicadores que utilizan los organismos internacionales para medir el bienestar económico social, de la misma manera que yo desconfío de los que utiliza Sapien Labs para medir la felicidad, entonces hagamos el siguiente ejercicio: salgamos a la calle a preguntar al guachimán, trabajadora doméstica y obrera de zona franca hasta donde su condición de vida no perturba su felicidad. Incluso, preguntar también a la señora de clase media que para ir a su trabajo y dejar a su niño en el colegio se pasa hora y media atascada en un infernal tapón, y el mismo drama de regreso a la casa, qué tanta felicidad le ofrece su tren de vida.

Preguntemos también al venezolano que tan feliz le hace una inflación que ha reducido su sueldo a menos de treinta dólares al mes, y al salvadoreño de los cantones si se siente feliz con la calamitosa pobreza que Bukele le está permitiendo vivir en paz pero no le ha resuelto ni le resolverá.

Los resultados del “estudio” Global Mind Project podrían ser buenos para promocionarnos como país que, además de tener playas paradisiacas, está habitado por gente dispuesta a gozar en medio de la calamidad, pero tomarlo como diagnóstico de una felicidad reducida a las emociones, que no toma en cuenta su dimensión material, es un chiste de mal gusto en este país abandonado por 2.8 millones de sus ciudadanos (alrededor del 27 por ciento de su población) y un 50 por ciento de los que quedan también deseando partir hacia otros lugares donde esperan encontrar mejores condiciones de vida.