Fue Bertolt Brecht quien dio titulo a uno de sus poemas con un verso hoy de sobra conocido "Malos tiempos para la lírica". Lo hizo en un momento histórico especialmente nefasto: el ascenso al poder del nazismo y pese a serlo, se podría afirmar casi lo mismo de diferentes períodos de la historia humana.  Muchos de ellos podrían ser calificados de idéntica manera y no nos alejaríamos demasiado de la realidad. Hay no obstante, al margen de las grandes contiendas tan habituales entre nuestra especie,  algunos episodios excepcionalmente grises, confusos, pobres de espíritu y mucho me temo que actualmente estamos inmersos en uno de ellos. Hasta mi recalcitrante y siempre obstinado optimismo ha ido perdiendo vigor en los últimos años. Mal avanza el mundo cuando todos corremos, sin gracia ni mesura, en pos de un minuto de gloria, ese efímero instante que pretendemos convertir en la excelencia que nos colme de honores, justificando así nuestra mediocre existencia. Hoy solo eres si existes en los medios, sean estos cuales sean. Lo que importa es ser y estar ahí, cada uno de nosotros abierto en canal, expandiéndonos en un universo plagado de  influencers, escritorzuelos, poetas de nulo talento, filósofos sin duda ni contenido, políticos corruptos,  intelectuales de pacotilla, artistas sin posible ubicación e imbéciles de distinto pelaje en un totum revolutum sin parangón ni antecedente previo en el devenir del hombre.

Todo este caos parece formar  parte de un plan esbozado al descuido por algún raro arquitecto que tuvo a bien ignorar los rudimentos básicos que cimentaran a conciencia las bases de su edificio. Todo es hoy simple, hecho con prisa, sin cuidado y dejando al albur de la imprevisión los resultados apetecidos. Los gobiernos, los malos gobiernos,  conciben y aspiran verse rodeados de ciudadanos necios y escasos de criterio. Dúctiles individuos alimentados con precisión matemática por la ignorancia, empeñados en cultivar hasta el delirio la estulticia y el mal gusto. Ellos, los que gobiernan el mundo, nos confirman una y otra vez y sin ambages su conocimiento acerca de la torpe naturaleza que nos construye, recordándonos nuestros límites y esa pereza intelectual y vital que adherida a nuestra piel se empeña en acompañarnos. Y una vez puesto en marcha el experimento nos ofrecen esa supuesta libertad que profundiza aún más si cabe en nuestra inagotable capacidad para seguir a pies juntillas su trazado del camino y creer en sus discursos a ojos ciegas, cayendo de este modo, una y mil veces, en el más profundo ridículo. Nos quieren inermes, adormecidos y obedientes y les servimos entre oropeles exactamente lo que piden. Alguien debe estar riendo a mandíbula batiente, pero confieso que no pongo nombre al gracioso ni a los talentosos creadores de esta inacabable performance pasada de bola en la que todos estamos inmersos.

Internet, las redes sociales, el mundo global nos hicieron sentir gigantes, ilimitadas nuestras fuerzas y plenos de libertad. Nos tendieron  una trampa y todos caímos como tiernos corderillos. Ahora poseen nuestra devoción, millones de voluntades rendidas y una incondicional adicción enfermiza a sus propuestas. Hoy se modelan  comportamientos y se gestionan autoestimas, no desde el propio individuo si no a través de lo que dictan legiones de seguidores a golpe de likes. Cada día se registran con cuidado nuestras pasiones, se acumulan nuestros odios y ese malquerer arrojadizo que manejan a su antojo en su propio beneficio. Hoy se atesoran con avaras intenciones nuestras cuentas corrientes, nuestros votos, se deciden desgobiernos y mercados, se conocen nuestros más recónditos secretos y hasta nuestras preferencias sexuales se acumulan con promiscua torpeza doquiera se les otorgue lugar. Saben el cine que consumimos, las revistas y los libros que leemos, conocen al detalle los altares y ofrendas que loan a nuestros dioses.  Nos cuidan y nos protegen de las ”malas tentaciones” como a niños muy pequeños -que ni un pecho amamantando afrente nuestra mirada-  desplegando y alentando al mismo tiempo contenidos siempre nuevos que logren mantenernos quietos, pegados a una pantalla que invita a participar de modo activo y complaciente en la farsa.

Y así uno de nosotros puede levantarse una mañana, cualquiera de estas mañanas próximas en el tiempo pues no se precisa rutina previa ni lectura o bagaje que asiente tendencia, y decidir que el mundo precisa con urgencia de sus palabras. Con tal premisa por delante tiene diversas opciones a elegir. Puede informar al mundo acerca de  su cosmogónica y particular visión de la realidad circundante o bien versar sobre la tendencia primavera-verano del color verde manzana. El tema poco importa. La trascendencia del mismo carece de valor. Es de obligado cumplimiento, para devenir célebre, manejar con soltura la vacuidad y la confusión mental como valores, mientras se  argumentan ideas peregrinas y a la vez contradictorias que generen aplauso y establezcan un modelo a seguir. La plataforma ha de ser pública, lo más pública posible. Lo privado, lo íntimo ha dejado de tener sentido, no conduce al éxito social y por tanto se considera improductivo. Es preciso respetar la sagrada exigencia del esfuerzo mínimo y capturar la atención del mayor número de sujetos por un corto espacio de tiempo, no sea que se vaya a saturar nuestra actividad neuronal tan dada actualmente a la molicie. No conviene provocar un impacto fuerte ni forzar la maquinaria. Breve, muy breve, simple muy simple el discurso.  Escaso en riqueza y variedad el vocabulario. Un sencillo copia y pega aleatorio que de visos de solidez, una cita casual y se edita con desparpajo el ensayo de turno que adorne currículum.

Sobrevalorar la estupidez y la escasez de miras es la consigna. Alentemos al falso poeta que micrófono en mano grita en nuestros oídos rimas asonantes de escaso valor. Demos por buenos el sinsentido, al sujeto petulante y engreído; elevemos al pórtico principal de toda catedral la imagen de la vulgaridad y la ignorancia. Aplaudamos, concedamos crédito a los impostores, aceptemos la abulia y el desencanto intelectual, la vanidad y la mentira como premisa del hombre nuevo y habremos dado pasos de gigante hacia un horizonte desconocido a nuestro alcance. Tenemos cercada a la utopía que agoniza en manos de insensatos que solo precisan de un mundo exento de cultura y voluntad para recrearlo a su antojo. ¡Malos tiempos para la lírica estos que corren!