“El Centenario”

Entre los relatos que contaban nuestros padres a los de mi generación se destacan aquellos que hacen referencia a las condiciones climáticas prevalecientes en el país alrededor del año 1944, cuando se celebraban los cien años de proclamación de la República Dominicana. Estas condiciones climáticas, caracterizadas por una sequía desoladora, prevalecieron en el imaginario de esa generación como el principal acontecimiento de ese tiempo, razón por la que el término “Centenario”, más que identificar la independencia del país, aludía a esa condición del clima en nuestro país que coincidió con la celebración de tan memorable acontecimiento.

Cuando un miembro joven de la familia se quejaba de limitaciones y precariedades, nuestros padres decían: “Tú, porque no viviste el Centenario”, indicando con ello que fue la peor época que había vivido la población dominicana.

Ese tiempo, en que se celebraba los 100 años del nacimiento de la nación dominicana, quedó grabado en la conciencia del campesino cibaeño. Contaban estos que los arroyos y ríos pequeños se secaron y los grandes redujeron su caudal, a tal extremo que en algunos pueblos la gente tenía que recorrer grandes distancias para buscar agua, como fue el caso de Moca, donde sus habitantes se veían en la necesidad de buscar el preciado líquido en Santiago, distante a 22 km al oeste.

Esta sequía afectó a todos en el norte del país, porque la escasez de lluvia, además, trajo como consecuencia una gran crisis en la producción agrícola y con ésta la hambruna.

Nuestro padre, un campesino de clase media, también nos contaba que cuando el “Centenario” muchas familias padecieron hambre, incluyendo la suya:

Hervían un huevo pasándolo por agua caliente para que quedara caldoso, porque de él tenían que comer varios hermanitos. Lo destapaban por uno de los extremos sujetándolo de manera vertical, eran huevos criollos cuyo cascaron no se rompían fácil y se podían agarrar firmemente; y con un pedacito de plátano de corte alargado o yuca iban untándolo de huevo y comiéndolo; así disipaban el hambre de dos y tres niños con un huevo.

Otra anécdota de una familia campesina, que no podemos dejar de mencionar, es aquella que relata un acontecimiento en el que cuando, sentados detrás de su casa, próximo a una maya de bromelias grandes con espinas que se usaban como cerco para dividir los terrenos, un primo le decía a otro , con un tono casi de mandato: “ Unta tú y yo dipué”,  “Unta tú y yo dipué” frente a un huevo “pasado por agua”; luego se escuchó una voz de advertencia que gritando decía: “¡no me corte!” “! no me corte!”, lo que originó que alguien voceara: “corran, corran que los muchachos de (Fulano) están peleando”.

En realidad, no era un pleito con objetos cortantes con los que los chiquillos “peleaban”, pero sí, estaban luchando por sobrevivir en medio de una situación peligrosa, porque la sequía los estaba matando de hambre, sin importar que fueran hijos de campesinos prósperos, porque los efectos extremos del clima afectaron a todos, sin importar a la clase social a la que pertenecieran.

Peor aún, nos cuenta un amigo de la Sierra, que sus padres vivieron en carne propia la escasez de alimentos como pocos, porque eran labriegos, “echa- días” muy pobres, que en tiempo casi normales veían escasear los alimentos, al extremo que años después tuvieron que emigrar, en parte por los efectos de la sequía, hacia otra sierra más virgen. Nos relata que su padre salía a buscar qué comer, porque pasaban días comiendo poco y muchas veces nada; y un día encontraron una lechosa o papaya que la sequía dejó sobrevivir de milagro en la ribera del arroyo que se había secado; el fruto morroñoso no era más grande que el puño del padre, la hirvieron, y con el caldo y de la escasa masa hicieron un mangú. Para ellos fue la salvación de la familia ese día.

En su libro Informes y recomendaciones para la conservación de nuestros bosques y ríos”, citado en la anterior entrega, José Luna, señala que el déficit de precipitaciones meteorológica fue extremo en la década del 30 del siglo pasado. Según él, esa década se caracterizó meteorológicamente por tener 4 años de lluvia y 6 secos, según las mediciones de la estación de La Vega.

Por su lado, Juan Bosch retrata artísticamente esta cruda realidad de la sequía que afectaba a estas poblaciones en su cuento “Dos Pesos de Agua” publicado en 1937.

Cuando no se cuenta con una racional gestión del agua desde el hogar, la empresa agrícola o fabril, la sequía puede causar grandes problemas. Esto lo demuestra el hecho de que en años posteriores hemos tenido años iguales o parecidos al “Centenario”, como veremos en la próxima entrega, pero la existencia de mecanismos institucionales, sociales e individuales para la gestión del agua, tales como reservorios, acueductos, camiones cisternas, pozos, etc., han aminorado el impacto de la sequía.

Ciertamente existe espacio para mejorar, para lograr una gestión adecuada del agua. No se debe bajar la guardia, porque de no tomarse las previsiones necesarias y oportunas podríamos volver a vivir un escenario tan patético como el vivido por la vieja Remigia cuando clamaba agua a las ánimas.

Lo expuesto hasta aquí, que recoge informaciones sobre la sequía de diferentes fuentes (tradición oral, documentos públicos y textos literarios) nos indica que estas han afectado muchas veces a esta tierra de Dios, por lo que ya desde entonces debían haberse tomado medidas de mitigación y adaptación frente a ellas, medidas que hoy más que nunca deben reconocerse como impostergables, frente a los efectos del cambio climático.