A raíz de las últimas elecciones nacionales, surgió un breve, pero interesante debate sobre el mejor método para elegir a nuestros representantes. Varios articulistas y opinadores se encargaron de contrastar, con mucho tino, las distintas metodologías con sus bondades y problemas. Como nada en la vida, ningún método es perfecto. Todo se resume, básicamente, en cuestionarnos qué queremos priorizar. Se trata de colocar en una balanza los valores y principios que nos guían y elegir el método que mejor refleje aquello.
También luego de las elecciones, el presidente de la República ha sido más enfático en cuanto a su propuesta de reformar la Constitución. Recientemente, hizo pública las especificaciones. Hasta entonces, la conversación había girado, principalmente, alrededor de dos ejes. El primero, evitar que el mandatario de turno pueda aprovecharse de la coyuntura política para modificar, en su provecho, las reglas que rigen la reelección presidencial; y, el segundo, fortalecer la independencia del Ministerio Público. Sin embargo, el presidente añadió dos aspectos más: unificar las elecciones municipales con las nacionales y disminuir la cantidad de diputados.
Antes de referirme a ellas, no quiero desaprovechar la oportunidad de resaltar lo agradable y esperanzador que ha sido ver cómo se han desenvuelto estos debates. En tiempos de incertidumbre y de desapego, con líderes con rasgos autoritarios al alza alrededor del mundo, los dominicanos nos hemos sumergido en una conversación que, independientemente del caudal, desemboca en un intento de perfeccionamiento de nuestro experimento democrático: ¿Cómo queremos elegir a quienes nos representarán en el Congreso y cómo podemos evitar un abuso del poder presidencial o del partido oficialista? Es, pues, en ese espíritu, que abordo este tema.
De las cuatro propuestas, al menos dos están ampliamente legitimadas. Surgen de desperfectos o de traumas que hemos vivido. Varias veces. La primera: todas las personas o partidos políticos que, desde la década de los 90, han ocupado la presidencia, han reformado la Constitución para —entre otros aspectos— modificar el método de reelección presidencial. Aunque con sus distintos motivos o contextos, sucedió en 1994 con Joaquín Balaguer, en 2002 con Hipólito Mejía, en 2010 con Leonel Fernández y en 2015 con Danilo Medina. Es hora de que, entonces, limitemos esa práctica que ha sido el gran asterisco de nuestra estabilidad política. Confío que los constitucionalistas se encargarán de identificar la mejor manera de hacerlo, pero, por más de acuerdo que, personalmente, esté con la fórmula actual, lo correcto no es impedir totalmente su variación en el futuro. La solución debe recaer en agravar más —es decir, dificultar— su procedimiento de reforma para evitar una nueva alteración a raíz de una mayoría partidaria coyuntural, circunstancial, temporal, de momento.
La segunda busca que la persecución criminal, a cargo del Ministerio Público, reúna ciertas garantías de independencia. Sobre esto hay que reconocer que se ha avanzado mucho. Desde la implementación de la carrera, el presidente de la República tiene prohibido nombrar a fiscalizadores, procuradores fiscales y procuradores de cortes de apelación. Todos —incluyendo los titulares de sus distintas dependencias— deben ser nombrados, luego de un proceso de concurso, por el Consejo Superior del Ministerio Público, un órgano compuesto y elegido por miembros de esa misma institución. En cuanto a los adjuntos del procurador general de la República, el presidente solo puede nombrar a la mitad. Entonces, la discusión recae, esencialmente, en la metodología para nombrar al procurador, quien tiene una alta influencia en la persecución de la corrupción administrativa. De ahí que esta reforma tiene como propósito que el Poder Ejecutivo tenga menos incidencia en el sistema de justicia, particularmente cuando pueda haber conflictos de interés.
Hay muchas formas de lograr lo anterior. Sin embargo, no se puede perder de vista que el Poder Ejecutivo, en cuanto tiene a su cargo la ejecución de las leyes, necesita complicidad para hacer cumplirlas. Esto requiere que el procurador general de la República, en la medida que formula e implementa la política criminal del Estado, pueda entenderse, conversar y trabajar en conjunto con el presidente y sus ministros. Entonces, el quid está no en separar al Ministerio Público del Poder Ejecutivo, sino en lograr mayores consensos políticos para su designación, si bien cabe admitir que estos objetivos pueden alcanzarse también a través de un fortalecimiento del régimen de incompatibilidades. De todos modos, esto debe venir con el reconocimiento de que, por más bien diseñado que esté un procedimiento, el «blindaje» que tanto ha pedido el presidente de la República casi siempre dependerá de la voluntad política y madurez democrática de los actores que integran el sistema. Precisamente por ello puede ser no recomendable prohibir la remoción de un procurador general que, por ejemplo, aislado de los principios de objetividad e independencia que esta reforma busca asegurar, se convierta en un obstáculo para la gobernabilidad y estabilidad política. Así, la reforma constitucional debe ir enfocada en corregir los problemas que hemos vivido, y, en cuanto al procurador general de la República se refiere, esto recae en su designación y, muy especialmente, en sus cualidades, mas no necesariamente en su inamovilidad.
Por supuesto, este punto de la reforma viene con un importantísimo apéndice: la exclusión del procurador general de la República como miembro del Consejo Nacional de la Magistratura. No abundo sobre esto. Es uno de los asuntos que, por igual, la comunidad jurídica y política ha reclamado por más de una década y que está dirigido, entre otros, a procurar mejores equilibrios en la designación de los jueces que integran las altas cortes del país. También es hora.
En fin, que queda claro que estas dos propuestas —que son las que se han discutido desde hace largos años— están bien dirigidas. Son cambios que el país ha pedido desde hace tiempo. Solo faltaría por consensuar estos aspectos de diseño institucional y procedimental, que, dicho sea de paso, no son asuntos menores.
Llegados aquí, quiero concentrarme en las dos propuestas restantes. Son las que me han tomado por sorpresa y las que me han inspirado a escribir estas líneas. No solo porque, a diferencia de las otras, surgen casi de la nada, sino porque creo que, si acaso fuésemos a reformar algo al respecto, debe ser en sentido contrario. En efecto, las propuestas que vimos párrafos atrás vienen, propiamente, de un reclamo social, político y jurídico. Tanto así que, por los desperfectos y traumas que buscan resolver, han provocado quebrantamientos en la sociedad. De nuevo, varias veces. Pero estas otras dos parecen surgir de una queja… ¿presupuestaria? Es decir, que quizás estamos gastando demasiado dinero en celebrar elecciones o en nuestros diputados. No lo sé. A simple vista, me parece que otros rubros pueden compensar mejor ese gasto con menos coste democrático. Aunque también hay quienes parecen defender la unificación de las elecciones municipales con las nacionales por un tema de abstención electoral más que monetario, vale recordar que la abstención en las elecciones presidenciales de 2024 ha sido de las mayores de nuestra historia democrática. Entonces, sencillamente, por lo menos al momento en que escribo estas líneas, confieso que no comprendo bien de dónde surgen estas dos últimas propuestas. Creo que lo más pertinente es desecharlas y enfocarnos, solamente, en las que los dominicanos sí tenemos tiempo pidiendo. Son, además, las únicas que compaginan con el mensaje que el presidente de la República tiene tiempo tratando de transmitir: institucionalidad.
Pero ya que estamos en esto, conviene cuestionarse el impacto que estas reformas pueden tener y por qué creo que debería ser, más bien, al revés. Si bien el país se ahorraría dinero al recortar la matrícula de diputados, conviene preguntarse a qué costo. Y no, no hablo de dinero. Hablo de que, por más obvio —o quizás no— que sea, menos representantes equivale a menor representatividad. Es decir, menos personas estarían representadas en el Congreso. Y en una democracia debemos procurar, precisamente, lo contrario: que haya una mayor representación ciudadana en los poderes públicos, que haya un mayor intercambio de puntos de vista y que las leyes sean el resultado del mayor consenso social y político posible. La conversación, entonces, debe girar en torno a eso: ¿Cómo logramos que haya una mayor y mejor representación en el Congreso? De entrada, no me parece que una menor cantidad de representantes alcance ese objetivo.
Por poner un ejemplo, el modelo de raíz cúbica supone que la cantidad de miembros del Congreso debe ser —como lo dice su nombre— la raíz cúbica de la población. Con casi 11 millones de habitantes, este modelo arroja que República Dominicana debería tener, aproximadamente, 220 legisladores. Los 190 diputados que tenemos es un número lo suficientemente cercano, particularmente cuando se considera que, en adición a ellos, tenemos 32 senadores, si bien estos no suelen ser contemplados en este modelo. De ahí que recortar la matrícula equivale a empobrecer la representatividad que ya tiene el país desde hace tiempo. A la fecha, tenemos, aproximadamente, un diputado cada 57,000 personas; un número bastante similar a la razón de uno por cada 50,000 que la Constitución establecía desde el 1963. Reducir la matrícula al número propuesto equivale a tener un diputado por cada 80,000.
Paso, entonces, al último punto. La literatura y la historia recogen una interesante paradoja: mientras más fuerte sea el presidente, más débil es el sistema presidencial. República Dominicana es un país que, en su Constitución, se caracteriza por la separación de poderes. Parte de la idea de que el poder tiende a corromper y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Por ello, para evitar arbitrariedades y excesos, para garantizar los derechos y para lograr una democracia de mayor calidad, el poder lo hemos dividido y organizado en un sistema de limitación, control y balance, de frenos y contrapesos. Pero lo cierto es que República Dominicana está altamente concentrada y centralizada en la figura del presidente. No muchas personas saben qué hacen los diputados y senadores, y menos aún tienen interés en los alcaldes y regidores. Lo que mueve la política dominicana son las elecciones presidenciales.
Ciertamente, unas elecciones municipales separadas con apenas tres meses de las nacionales no resuelven lo anterior. La distancia entre una y otra es tan ínfima que conviene preguntarse, con cierto grado de acierto, si no es mejor unificarlas. Yo abogaría, sin embargo, por lo contrario: separarlas todavía más. Los ayuntamientos —alcaldes y regidores— son los gobiernos que más cerca están de la gente, los que se supone que más conocen las necesidades de las personas y los que en mejor posición deben estar para identificar los problemas y proponer soluciones ajustadas a las particularidades de sus localidades, sea un municipio urbano y turístico en la costa de la región este u otro rural y agrícola al interior de la región suroeste. Son los que deberían poder solucionar la cotidianidad de nuestros problemas: basura, calles, aceras, cableado, tráfico, parques, etc. Mientras menos importancia le demos a la elección de nuestros representantes locales, más pobre serán las relaciones intergubernamentales. Los gobiernos locales podrían quedar más opacados por el gobierno central y tendrían pocos —todavía menos— incentivos para participar en la vida política del país. Es un posible síntoma del debilitamiento de la democracia y de la lejanía que experimentan los ciudadanos con las autoridades. Las personas no deberían esperar a que el gobierno central sea la solución a todos sus problemas, especialmente los más locales. Debe haber consenso en que se deben fortalecer los municipios y las relaciones intergubernamentales para fomentar el diálogo y el debate, incentivar la participación ciudadana y robustecer la democracia.
Esto me lleva a otro punto. Los sistemas presidenciales como el nuestro tienen debilidades naturales. Por ejemplo, no es poco frecuente ver poderes legislativos complacientes, permisivos, cómplices; o, a la inversa, parlamentos renuentes a pactar con los ejecutivos. De hecho, las últimas elecciones —como también la mayoría de las otras— encajan en el primero de estos dos escenarios. El partido del presidente de la República ganó una amplia mayoría en el Congreso: el 70 % de los diputados y el 75 % de los senadores. Y así ha sido históricamente. De las quince elecciones congresuales que hemos celebrado desde el 1966, tan solo en tres el partido político con más escaños en la Cámara de Diputados no fue el del presidente (1990, 1994 y 1998). En cuanto al Senado se refiere, el partido político del presidente ha alcanzado la mayoría absoluta en todas las elecciones, menos en las de 1998.
Lo anterior significa que, en un sistema altamente presidencializado como el nuestro, pocas cosas impiden que el partido que ocupe el Palacio Nacional haga lo que desee. Los presidentes con alta concentración de poder corren el riesgo de debilitar a los poderes legislativos, de producir tensiones institucionales y de dificultar la construcción de instituciones políticas y prácticas democráticas. Cuando el Ejecutivo tiene el control del Congreso, es mayor el riesgo de que la toma de decisiones no refleje los intereses y demandas de la mayoría de la población —y que, por lo tanto, no sean legítimas ni duraderas—, de que las leyes y políticas no se apliquen en forma justa y eficiente, y de que los fondos públicos sean mal administrados. Así, el Poder Legislativo corre el riesgo de convertirse en un mero sello del Ejecutivo.
En la medida que el Ejecutivo sea la única —o, por mucho, la más importante— vía para alcanzar y controlar el poder, los partidos políticos y el resto del aparato electoral se presidencializará, la prioridad será ganar las elecciones presidenciales y el control partidario e institucional frente al presidente de la República sería muy —todavía más— leve. Por eso, en la medida que las atribuciones y protagonismo del Poder Legislativo y de los municipios aumenten, mayor será el interés de los partidos políticos en alcanzar mayorías locales y parlamentarias y defenderlas. En esa misma medida, los líderes ejecutivo-partidarios dejarán de gozar de un poder desequilibrado y el freno y contrapeso intrapartidario cobrará más importancia.
Es, pues, considerando todo lo anterior, que, si acaso nuestro país fuese a reformar los tiempos en que celebramos elecciones, debe ser para alejarlas más de las presidenciales. Si las celebramos por separado, las personas responsabilizarán al Ejecutivo de los problemas nacionales y culparán a los legisladores y gobiernos locales por los asuntos municipales o regionales. Ello pudiera contribuir a que el Legislativo, las autoridades locales y los propios partidos políticos presionen al Ejecutivo y sus líderes para que presten más atención a las problemáticas de la periferia, lo cual pudiera terminar por desarrollar instituciones políticas más inclusivas o plurales.
Al respecto, tengo dos ideas. En ambas eliminaríamos las elecciones de febrero. En la primera, disminuiríamos el período de los diputados y de los regidores de cuatro a dos años, mientras que los ejecutivos —alcaldías y presidente— se votarían, conjuntamente, cada cuatro. En la segunda, la reducción del mandato sería solo respecto de los diputados, y los gobiernos locales —tanto alcaldes como regidores— se elegirían por cuatro años a mitad del período presidencial. En cuanto a los senadores, tengo todavía dos ideas más. En la primera, la cámara legislativa se renovaría por mitad cada dos años, mientras que, en la segunda, se renovaría por tercios. Esto último, sin embargo, implicaría aumentar el período de los senadores de cuatro a seis años. De esta forma, el partido del presidente probablemente conseguiría una mayoría parlamentaria cada vez que se celebren elecciones presidenciales, pero su mal desempeño podría significar perderla a mitad de su período. Así, podríamos elegir parlamentos que corrijan el rumbo y procuren una mejor rendición de cuentas. A la inversa, si el Ejecutivo no consigue mayoría legislativa en las elecciones presidenciales y su gobierno tiene un mal desempeño producto de un estancamiento, podrá presentar un buen caso para ganarla a mitad de su período.
Y si queremos ir todavía más lejos, podríamos eliminar la facultad que tiene el presidente de la República para libremente nombrar a todos sus ministros, y otorgarle al Poder Legislativo la atribución de ratificar o descartar las nominaciones que haga el Ejecutivo a determinados cargos de importancia, como lo es, por ejemplo, el procurador general de la República.
En fin, que, si fuésemos a tocar estos puntos de la Constitución, la reforma debe ir dirigida a separar las elecciones de las presidenciales, no unificarlas; y, en dado caso, a aumentar nuestros representantes y sus facultades en el Congreso, no disminuir. De todos modos, la verdadera fortaleza democrática e institucional descansa —y esto hay que asumirlo ya— en principios que no están escritos en nuestra Constitución; en reglas que, por más que queramos plasmarlas en texto, solo cobran valor con el día a día; en disposiciones informales que definen el funcionamiento de nuestro sistema; en normas no positivizadas que, en fin, son un manifiesto diario de la fragilidad de este experimento democrático. Me refiero a la madurez de los actores políticos; a la sabiduría de no abusar de las prerrogativas que las normas, técnicamente, les dan; de llamar al diálogo y al consenso, incluso cediendo, aunque se tenga la mayoría necesaria; y de respetar la solemnidad de las instituciones, de la democracia, de las formas. Esa es, verdaderamente, la reforma constitucional sobre la que hay que trabajar.