Para hablar de Mieses Burgos la tinta ha de fluir por territorio inhóspito hasta alcanzar la claridad del tema: para poder probar nuestro propio postulado sobre su apostolado. Es que se habló de Mieses Burgos (mucho) tanto con respecto al resto de los sorprendidos como frente a los vientos renovadores de Moreno Jimenes, a veces colocándolo paralelamente a los origenistas y otras confrontando al propio Mieses Burgos con Franklin Mieses Burgos. Y sin embargo es parvo lo ha dicho acerca de la influencia gravitante de su estética sobre la Generación 80, la conjunción más importante de poetas de nuestra historia, según se ha dicho, después de la Poesía Sorprendida.
Para llegar allí, a terreno de llanuras, habrá que desbrozar esas forestas a fuego y a machete: es decir, segar las mieses e incendiar los burgos, y a la vez utilizar esta imagen de filoso corte al ras y de quema a superficie, esta imagen de chapeo (como hubiera escrito él) para abono a las ideas, para hacer acercamientos.
Es que hubo más de un Mieses, y eso obliga a deslindar. Diógenes Céspedes hace hincapié en “la corrección constante” a que sometió sus poemas, al grado que “publicados de nuevo, fueran otros poemas”; y refiere también las modificaciones que emprendieron otros sobre su obra (La poética de Franklin Mieses Burgos, Colección Banreservas, Santo Domingo, 1997). Quedémonos con dos, para atender al binarismo propio a todos los fenómenos, como quiere Levi-Strauss. En una etapa de estas Mieses Burgos se la pasa a lo Lanier[i], construyendo melodías; y en la otra meditando, exprimiéndose las sienes, respirando con angustia existencial. Esta bifurcación de su impulso escriturario fuerza a que su influjo sobre la G80 sea también doble: tanto de significante como de significado, con la misma contundencia desde el ámbito del ritmo como a partir del tópico de la metafísica.
La supuesta “sustracción a la realidad” por parte de los sorprendidos (Ramón Francisco dixit: Céspedes, 41) es otro posible –aunque ficticio– vínculo. Sabemos que la G80 se solidificó sobre las ruinas –o sobre las cenizas todavía oliendo a pólvora–, de la Poesía de Postguerra, generación que tuvo que soportar la impronta de aquellos tiempos turbios, de reivindicaciones y de afanes para consolidar la democracia movediza de ese entonces. Unas plumas intermedias, que no alcanzaron coágulo, intentaron la avanzada, salir de las trincheras: grupo que constituye una especie Generación Poética Perdida: Denis Mota, Pedro Pablo Fernández, Wilfredo Lozano, Diómedes Núñez Polanco, Aquiles Julián, Manuel Núñez, etc. Los ochentistas hubieron de trazar un arco bastante más atrás, hasta los sorprendidos, saltándose los aires semi-sociologistas de los del 48, de Yelidá también, del ruralismo de Compadre Mon, del país que había en el mundo. Entonces, ¿qué otro nicho más acogedor que la magia verbal de Mieses Burgos? Franklin suena bien. Es local y universal. Telúrico y eterno. Plural e individual.
Muchos libros anclarían en las aguas tranquilas de esas obras. Mieses Burgos habló del individuo, hizo “exégesis del aire”, de la angustia, el desamparo, de la hidra de que hablaba Valéry. Yo mismo me encontré con Parménides allí (“…reaparece la nada: / ese concepto absurdo / que se anula a sí mismo: / porque si es nada, es algo, / y si es algo, ese algo / es un contrasentido / respecto de la misma / idea que postula”); con el Das Sein zum Tode heideggeriano (“…que la vida sea un acto / de lealtad perenne / para consigo misma / y no, para la muerte”); recuperando a Heráclito (ver el poema “Teoría de la visión profunda”) o refutando a Sartre, sobre todo en la primera estrofa de “Yo soy el individuo”, aunque este poema haya sido concebido como una réplica al poeta estadounidense Carl Sanburg (“Yo soy el pueblo, la masa…), aunque luego el Coro del poema escénico “El héroe”, rebate lo anterior al hacer las veces de alter ego o conciencia filosófica y sentenciosa: “Lo individual no tiene ya sentido, es la masa la que edifica y piensa” (citas de Clima de Eternidad, Obras completas, UCAMAIMA, Santiago, 1986).
Y no es casualidad ese modo de abrevar en la filosofía. Pero nada es evasión en su poesía –como tampoco en la de la G80. La aplastante situación sociopolítica fue expuesta, y más que hábilmente, por Franklin Mieses Burgos, de un modo irrefutable: dijo lo que dijo a su manera lírica y también escribió cartas confirmando lo que dijo (verifíquese su correspondencia con Baeza Flores). Los ochentistas, a su vez, jamás se contrajeron a su propia realidad: eran los tiempos del despegue y ascensión de nuestra clase media, pensante y educada, procurando democracia y estabilidad social, aunque después cayéramos en crisis, y esto mismo provocara una ramificación: me refiero a la “poesía de la crisis”, único otro intento serio, fuera de la “poética del pensar” (planteada por José Mármol) por teorizar sobre aquella nueva realidad estética. Miguel D. Mena, su propulsor, decía que “la poesía de la crisis ha vivido parte de su poética como una ética. Ha sufrido el poema. Asume incluso las interrupciones como una parte de su lógica y no se contenta con el racionalismo. De hecho, ya la razón no es garantía de vida, mucho menos de orden”. Este tipo de afirmaciones se oponía a la “poesía del pensar”, fijada a su vez en sentencias como estas: “El texto cobra una dimensión cognitiva cifrada en su propia intencionalidad como hecho del lenguaje” y “La escisión entre poesía y conocimiento sólo tiene validez en el umbral de las abstracciones” (Cfr. La poética del pensar y la Generación de los Ochenta, José Mármol, Egro, Santo Domingo, 2007).
Algo distinto es, por cierto, la virtud o la malignidad de la influencia. Henríquez Gratereaux acierta cuando afirma en “Anclas clavadas en el suelo” (uno de varios prólogos a Obras Completas, Franklin Mieses Burgos, Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Santo Domingo, 2006) que la poesía de Mieses “es, a la vez, musical, conceptual y descriptiva” y que “cumple con las tres grandes exigencias postuladas por el genial y desdichado poeta Ezra Pound”, a saber: “el ritmo del flujo prosódico, los valores lógicos y los poderes de evocación panorámica difluente”, es decir, melopea, logopea y fanopea. Pensamos que el impulso musical y el impulso conceptual son las fuentes primordiales de su ascendiente sobre los poetas jóvenes, y que la impronta descriptiva ha sido remitida y apenas rescatada por unos pocos. Y de aquellas tres materias el “aspecto melopea” ha sido el más letal de todos. Siempre que alguno de los poetas nuevos se afanó por perseguir estos cantos de sirena, de sílabas matemáticamente exactas, se pudo percibir la camisa de fuerza que casi paraliza la libertad de vuelo de las manos. Seguir las pautas (musicales, esta vez) nunca fue más limitante.
Y es en ese contragolpe, en esa impugnación para dar continuidad al “aspecto fanopea” donde, a nuestra comprensión, se ha filtrado y debe darse la influencia más feliz. ¿Por qué la musiquita de esferas rancias y no la disonancia del metal pesado? Si bien el 27, ¿por qué cierto Lorca, Guillén y Alberti y no Aleixandre y Larrea o mejor aún Cernuda? Las otras mieses deberían ser segadas, los otros Burgos incendiados.
Como queda aquí patente, lejos de haberse agotado la sustancia de esta fórmula, en verdad está incompleta. Se trata en realidad de una lectura equívoca e inacabada de una obra aún muy viva y con vetas explotables. Todo esto significa permanencia casi clásica, porque Mieses está ahí, como eterno retoño en su retorno eterno. Un ejercicio así tendrá secuelas siempre.
Las espigas secas se incendian solas, pero estas mieses siguen verdes, les ha llovido tiempo, se les puede cosechar, ¿o no?
[i] Sydney Lanier (Georgia, Estados Unidos, 1842), poeta un tanto desconocido y músico virtuoso de la flauta. Dice Agustí Bartra en su Antología de la poesía norteamericana (Plaza y Janés, Selecciones de Poesía Universal, Barcelona, 1974) que la teoría de Lanier “de que los valores musicales han de ser dominantes no sólo en poesía sino en el arte en general, [lo que] le llevó a considerar la poesía como un fenómeno de sonido y a escribir melodías poéticas.