Desde hace algún tiempo me dedico a recoger las tapas plásticas de los refrescos. No es que haya caído en una prángana tan aguda que deba venderlas para subsistir, pues son para una ONG que las comercializa y dona lo recaudado a una institución que cuida niños enfermos de cáncer.

Así pues, me agacho no sin trabajo por mi juventud acumulada en la cédula y cojo las pocas o muchas que encuentro donde las vea, en las aceras, en los caminos, en los jardines, y sobre todo en Parque de las Praderas alrededor de las canchas de fútbol y baloncesto que hay en su parte más oeste; los jugadores se hidratan con frecuencia, tiran las botellas la zafacón, pero las tapas suelen dejarlas no muy cívicamente en el suelo y, sin saberlo, se aprovechan posteriormente para una buena causa pues cada semana hago una buena cosecha de ellas y después las llevo a un establecimiento recolector que a su vez las envía la ONG mencionada.

Al respecto me sucedió algo muy curioso que me parece oportuno relatar. Hace como un mes y medio estuve en un hotel de Punta Cana durante la locación de escenas para unos comerciales. El equipo de productores, ya avisado, me entregó las tapas de sus refrescos, y en una mesa de al lado estaban comiendo dos señores maduros que en un momento dado como a la mitad del ágape se levantaron y se fueron dejando los platos bastante llenos y sus refrescos llenos a algo más de media botella.

Armándome de valor pues para ciertas cosas soy muy tímido, fui a esa mesa y abrí rápidamente los refrescos para quedarme con las tapas. Total ya no los iban a utilizar más y acabarían en el zafacón. Pero a los pocos minutos regresaron los dos señores de hacer una corta diligencia y continuaron con la comida.

A mí me entró una vergüenza propia y ajena y fui de inmediato a excusarme:¨Perdonen, pero creí que habían terminado y me llevé las tapas de sus refrescos, son para una institución que cuida niños con cáncer¨, ellos dijeron que les había extrañado encontrarlas abiertas, pero en lugar de enojarse asintieron con el hecho y además me felicitaron por la causa tan humanitaria.

En ese momento un camarero que me había servido a mí primero con mucha diligencia y amabilidad había visto mi osada acción ¨destapatoria¨; los estaba atendiendo y oyó la conversación que tuvimos, todo quedó muy amigablemente excusado y finalizado.

Al mes y medio volví para una nueva locación al mismo hotel y ¡oh sorpresa! El camarero me tenía guardado un gran paquete de tapas de todos los colores, rojas, azules, negras, blancas, amarillas, verdes, muchas, muchas, pues un bar y restaurante es una mina por los numerosos y variados refrescos que expende. ¨Por si usted volvía¨, me dijo.

Di un millón de gracias al camarero, le di un sincero abrazo, no lo conozco, pero sé que es un buena persona, sus hechos lo demuestran. Trabaja en el Four Points, en Punta Cana, si lo ven felicítenlo. Se lo merece. Se llama Anderson.