En uno de los últimos años del pasado siglo, tuve que ir a la biblioteca del Banco Central de la República. En ese año, andaba en la investigación de algunos asuntos económicos. Creo que la gente se entusiasma cuando les hablas de bibliotecas de todas partes del mundo. Algunos citan bibliotecas extranjeras y otros hablan de libros personales y bibliotecas privadas. En ese mismo año, en la zona colonial, tuve que hacer un largo recorrido por algunas bibliotecas antiguas.

Como saben algunos, la biblioteca del Banco Central queda frente al edificio de la misma institución. Como algunos habrán visto, el espacio resulta reducidísimo. Esto no ocurre en la mayoría de las bibliotecas universitarias dominicanas, dentro de las que hay algunas con una extensión bastante notable que, en sus largos recorridos, animan a la gente a entrar y a pasarse largos ratos allí en la investigación de temas específicos.

Entre todas, considero que el modelo de edificio de biblioteca es el de la PUCMM en Santiago de los Caballeros, una biblioteca –un campus–, que no siempre visitan los estudiantes capitalinos. La gran lámpara de la biblioteca del Recinto Santo Tomas de Aquino asombra a muchos. La biblioteca de Santiago de los Caballeros es sublime, una proeza de la arquitectura (Camarena fue el arquitecto). ¡Y tiene tantos años!

Por su lado, la biblioteca de la UNPHU parece sacada de una película con sus giros en el diseño. Sin embargo, me quedo con la de Santiago de los Caballeros. En largas tardes, allí encontré libros inusitados, aparte que el local parece sacado de otra película, esta vez más sobria. En temas de bibliotecas, algunos citan la del Congreso de los Estados Unidos, que también sale en algunas películas. Igualmente, la gran biblioteca de Alejandría ha sido cronometrada en películas a las que podemos dar caza. En otras tardes, puedes encontrar la manera mítica de presentar los asuntos de una biblioteca que, en este caso, fue incendiada. La actual –la biblioteca de Alejandría actual–, es un modelo que las demás proclaman como formato de admiración y de asombro.

Hoy hay que decirlo como si a alguien se les escapara: las bibliotecas tienen libros de todo tipo para ser leídos en un tiempo no muy largo. Estos libros son un grupo tan vasto que puede ser considerado un espectáculo para que la imaginación, despegando hacia otros horizontes, realice altos vuelos. Porque esta vez no has planeado nada, cuando entras en la biblioteca no sabes qué libro terminará en tus manos.

Con un interés justificado, alguien me pregunta: ¿cuál es la antítesis de una biblioteca?  Podríamos decir que el bar, pero allí también se va a estudiar la realidad. En el bar bebes lo que te ofrecen: es lo mismo que en la biblioteca. Sin embargo, la biblioteca tiene algo en particular: aprendes cuando lees. En esos bares, algunos bebedores, de largo tiempo y alcance, me dicen que solo se desahogan cuando toman alguna bebida al límite de la borrachera. Como le he dicho a alguien, nadie nos ha contado la gran historia de “un bebedor en la costa”, ni siquiera el mismo Ernesto Hemingway en sus múltiples historias.

Entre otras, la investigación incluiría varias preguntas: una de ella, ¿qué van a hacer los estudiantes a las bibliotecas? Algunos responderán que van a completar las tareas asignadas por los profesores, algo que deja un espacio libre para que investigue –este estudiante–, sobre los asuntos que quiera. Alguno dirá: una librería se parece a una biblioteca solo que allí se venden los ejemplares. Pero cuando entras a una librería los planes te cambian. Entras con intención de comprar un libro y sales con cinco.

En esta época, aquí tenemos a muchos especialistas en libros, en bibliotecas y en librerías. El asunto es determinar lo que vas a hacer allí. Hace como diez años, me encontré con un señor en una librería capitalina que estaba obsesionado con hablar de los funcionarios de aquella época: ¿es un lugar donde la gente se encuentra para hablar de política? Pues sí y no: lo hacen en la cafetería del Nacional, donde podemos ver peñas, tertulias y reuniones donde se debate la economía, la cultura y la política. Ponen y quitan gobernantes de todas partes del mundo.

Un asunto que podría sorprender a algunos: en la orilla de la playa de un hotel en Boca Chica, pude ver hace años –quizás dos años–, una biblioteca de los más diversos autores norteamericanos. En esa tarde, me sorprendí porque había una profusa colección de bestsellers. Podemos hacer una lista de esos escritores: más que todo, el género que pervive son los thrillers.

En términos filosóficos, leer en la orilla de la playa tiene toda una “escatología”. Las turistas se sientan en una silla y miran lo que dice ese último párrafo. Entre muchas, han elegido novelas de terror que les ofrece el hotel pero que también ellas llevan. En los últimos años, me gusta pensar en la bellísima Elizabeth Gilbert y en los libros de viajes que proclaman una búsqueda de lugares perfectos. Esa turista se acuesta bronceada (con el Coopertone en todo su cuerpo), y desentraña las últimas páginas de la novela, el misterio en que desemboca. Terminará el libro en dos días.

En la playa, el recorrido se hace único: la gente se levanta en el hotel y busca algo que hacer. Van a orilla de la playa y se dan cuenta del paraíso en que habitan (que Borges imaginó como una biblioteca, ya que estamos). En este lugar, está todo repleto de algas, y por eso se quedan más acá, más cerca a la búsqueda de alguna acción que hacer: recoger alguna almendra de ese árbol que tiene muchos años. El libro puede descansar en la orilla hasta que pueda ser leído. Como he dicho, nadie ha cronometrado las viejas historias de grupos que han venido a Dominicana a pasarse un rato que contarán a otros familiares. La arena se mezcla con los pies. El sol comienza a dictar sus efectos. En la noche, algunos vendrán a vender cosas: cuadros que deben ser comprados: arte naif. Los haitianos hacen su noche en ese momento. Hay un Gift Shop cerca del hotel donde también venden los cuadros. No vimos libros allí.

Entre todos los libros dominicanos, nadie ha escrito la historia de esta turista que viene a Dominicana y que está en el hotel a la caza de momentos verdaderamente importantes. En el lugar –con nuestro sol intenso–, se detiene en un momento con su pareja y deciden que se van a meter en el mar, algo no tan común. La piel se quema: han decidido que van a beber algo. Irán a uno de los restaurantes. Se sienten bien con este viaje.

En esta playa, cercana a la capital, vi recientemente a una dominicana que funciona como entrenadora de buceo con su esposo alemán. Está claro que tienen algo que hacer: están certificados. Los cronometro ahora, como a ese extranjero que está en la orilla, comiéndose una pasta mientras yo veo algo de Owen Wister y otros.