Todavía traigo azúcar suelta adentro de mi bolso. La santera, la que estuvo toda la noche frente al altar dedicado a San Miguel acompañando a los presentes en el baile en nombre suyo, a la par que ondeaba un pañuelo, ora verde, ora rojo, ora amarillo, nos la repartió como confetis a los que estábamos ahí cerquita. Me dijo que era para que los santos se contentaran y nos protegieran. Y es que San Miguel o Belié Belcán, como lo nombraba, no se encontraba solo. Desde la parte inferior del altar, directamente sobre el piso, en contacto con la tierra, estaba escoltado por el luá de San Elías, conocido como El Barón del Cementerio, y por Santa Marta la Dominadora con su poderosa culebra alrededor del cuello. Al lado, el servicio, con café y moro de habichuela negra.

Arriba de la mesa sagrada, adornada con un largo mantel color púrpura, lo acompañaban Anaisa Pye, la Virgen de Altagracia, Santa Clara, El Gran Poder, Metrisili y también, en un pequeño cuadro enmarcado, la imagen de Papá Candelo, un loa protector, antiguo esclavo en las plantaciones de caña de azúcar, que gusta del tabaco y el ron. De hecho, repartidos como ofrenda sobre el altar, había un sinnúmero de puros para que, quien quisiera, los encendiera, los aspirara y luego, tras hinchar bien los pulmones, los exhalara con fuerza a fin de inundar todo el ambiente con nubes de humo. Había también una  campanita que de vez en cuando alguien hacía tintinear con el propósito de que los espíritus no se durmieran y estuvieran atentos a los cuerpos que, al ritmo percutivo de los palos, bailaban a modo de tributo.

En algún momento, la santera nos roció la cabeza de agua florida. Luego, un santo se montó en la persona de un joven que en espasmos se dejó caer al suelo. No supe finalmente qué luá específico, de los presentes en el convite, entró en su cuerpo. Pero la santera empezó a pedir agua para que el joven bebiera y, así, el santo saciara su sed y se marchara. A los espíritus se los convoca, se los atiende, se les baila, se les brinda un cuerpo para que se expresen, se les escucha y, luego, se les pide, por favor, que pasen a retirarse. Y así sucesivamente, mientras los palos estén sonando y marcando el camino de ida y vuelta. Y así todos los años, el día de San Miguel, una de las principales fechas dentro del calendario ritual del vudú dominicano, la práctica religiosa sincrética afrocaribeña todavía vigente, que tiene su origen en la época de la colonia y la esclavitud.

Eso fue, pues, el pasado 29 de septiembre, pero no ya en un batey de la provincia de Hato Mayor,  ni en la iglesia que lleva el  nombre del santo en la zona colonial, ni siquiera en Villa Mella, sino en el corazón de Madrid.  Específicamente fue en el Sheraton, un restaurant quisqueyano, en el populoso barrio madrileño de Cuatro Caminos, al que su dueño, Manuel Antonio Vallejo, originario de Yaguate, San Cristóbal, nombró así a modo de chiste sobre las diferencias de clase: abrí mi propio Sheraton, afirma orgulloso, a sabiendas de que difícilmente accedería algún día a la lujosa y renombrada cadena hotelera.

Pero en fin, el asunto es que desde el primerísimo momento, hace casi 30 años, en que, junto con su hermana, transformó una fonda andaluza en el restaurant caribeño con el mejor sancocho del rumbo, Manuel Antonio Vallejo empezó a organizar puntual y anualmente la celebración a San Miguel.

En aquella época,  la de las primeras oleadas de la diáspora hacia Europa, a finales de los 80 y principios de los 90, no existían todavía las redes sociales. Lo que se estilaba era el boca a boca. Y funcionó tan bien y se extendió tanto (comadre, no deje de venir a los palos de San Miguel) que dominicanos y dominicanas residentes en otros países del viejo continente, Francia, Italia o Alemania, se organizaban (le decían a sus jefas doña, le aviso desde ahora que yo no le voy a trabajar los últimos días de septiembre porque yo tengo que viajar a Madrid) y llegaban, cargados y cargadas de velones y flores para rendirle tributo al santo de su devoción.

Es sin dudas una devoción fuerte que al principio parecía reunir a la diáspora entera, misma que se amanecía alrededor del restaurant, hasta que un día la policía llegó y le dijo a Manuel Antonio Vallejo te doy (a la policía le gusta tutear para marcar poder) quince minutos para que desalojes a toda esta gente. Y esta gente era un gentío que se extendía calle arriba y calle abajo a más de tres cuadras de un lado y otro. Toda con cerveza y relajo. Como se hace en el terruño, pero eso la policía no lo entendía y aquí, en España, son otras las costumbres, así que repitió, 15 minutos. Entonces Manuel Antonio Vallejo tuvo que acercarse a los paleros que había contratado, explicarles la situación  y pedirles que dejaran de tocar. De inmediato, con el silencio, todo el mundo empezó a despedirse y dispersarse.

Desde entonces, no hay músicos en vivo en la celebración anual del Sheraton. El dueño pone a sonar música de palo grabada en potentes bocinas de su equipo, instalado detrás del mostrador. A los santos parece no importarles demasiado y a los devotos tampoco. Aunque en menor cantidad, de todas formas acuden religiosamente a la cita y entre todos honran esa parte de la domicanidad que, sin lugar a dudas, está más cerca de la africanidad que de la hispanidad.