Lo sabemos aunque no lo comentemos lo suficiente: tenemos un país más que podrido.
Vivir en las entrañas del pueblo te permite ser testigo de intensos abusos en la vida cotidiana: los evangélicos y dembowseros que te aturden con sus bocinas, de los agentes de Migración allanando autos y autobuses en la Avenida 27 de Febrero con Calle Barahona al mejor estilo nazi, mientras los nazi-nacionalistas berrean en los canales por cable sobre el hundimiento del país en manos haitianas mientras serán los mismos haitianos quienes trabajen de guachimanes y obreros y frutos en sus condominios, ranchos, penthouses y demás propiedades.
Tirarse al interior de los barrios será la historia del miedo de nunca acabar. Y si penetras por la íntima noche de San Carlos, mejor que tengas tu Virgilio o una pistola 38 y la posibilidad de que sea la última vez que pases por un colmadón.
Este es el día a día.
La tragedia reciente de San Cristóbal nos saca a flote un día único: decenas de muertos, manzanas devastadas como por un drone en zona de guerra.
San Cristóbal no tiene mucho que envidiarle a San Carlos. Aun y con su aureola en decadencia de ser “la cuna del Benefactor” y peor aún, de la ciudad escogida para declararse la Constitución dominicana, es una ciudad tan hostil como la Casbash argelina de los años 50. Calles siempre atestada de autos, coches, sin árboles, con La Toma como un ligero consuelo último de frescor.
Pero no se crea que San Cristóbal tiene a La Toma como oasis turístico: también tiene las cárceles de Najayo, todo un imán los fines de semana, cada vez más lleno de familiares de antiguos funcionarios.
Ahora San Cristóbal vuelve a la palestra nacional e internacional por su devastadora explosión.
La primera respuesta tendrá que ser la de remover escombros, auxiliar a los necesitados, rehacer ese tejido urbano roto por el fuego y las explosiones, tratando de recuperar una vieja normalidad.
La segunda actitud será la usual por parte del Estado: minimizar las razones de esa tragedia, seguramente no llamar a capítulo a los responsables, tratando de resaltar que fue un simple accidente y que ojalá no se produzcan héroes.
Surge entonces la tercera actitud: la de magnificarse en el tema de la ayuda, o dicho estatalmente, “solidaridad”. Claro que hay que curar heridas, sanar, volver a cierta normalidad, pero antes y después nos enfrentaremos a una pregunta inevitable: ¿cómo evitar futuros Sancristótables?
Dejo la pregunta flotando, porque ni espacio ni inteligencia momentánea tengo para es respuesta, prefiriéndome ir por otra línea, reafirmado así mi fama de “dispersión intelectual” que he procurado asegurarme.
Prefiero atender ahora una foto de algunas “heroinas” de las tragedia.
Serán amas de casa, empleadas, bomberas o funcionarias del 911 o quién sabe: pero están ahí, valientes, dispuestas al socorro, en un gesto que de verdad se agradece.
Pero agradecimiento aparte, también está una vieja surrapa: la de equipara la tragedia de San Cristóbal a las del fatídico 11 de septiembre neoyorkino.
Hay imágenes que nos quedan estampadas en la memoria como íconos. Los bomberos de Nueva York entonces enfrentaron con toda la valentía imaginable un reto mayor de bucear entre aquellos escombros aunque para muchos aquella valentía luego se trocó en enfermedades pulmonares cuando no en el mismo cáncer.
En el caso criollo, la prensa siempre necesita héroes o heroinas, rostros que amparen acciones, sean estatales o privadas. Así es la maquina: para cada acción, aquella “máquina de rostridad” que estudiaron Gilles Deleuze y Felix Guattari.
A través de las imágenes de estas mujeres entramos a cierta película tropical, esperando que a Robertico o al mismísimo Alfonso Rodríguez no se les esté ocurriendo ya alguna película al respecto.
Equiparar San Cristóbal al 11 de septiembre sería como evadir una responsabilidad de los gobernantes locales, en el inevitable compromiso de fiscalizar ese tipo de instalaciones en sus distritos particulares. La tragedia ciertamente fue un accidente, pero el mismo tuvo sus fundamentos en actos de pura irresponsabilidad empresarial. Y ahí está el meollo del asunto: ¿hasta cuándo viviremos junto a explotables zonas ceros? Ayer Villa Juana o Villas Agrícolas o San Carlos o Herrera, hoy San Cristóbal, mañana, ¿mi vecindario? Es difícil en tiempo de elecciones desmontar empresas informales de este calibre explosionables, por el tema del desempleo y la gente desamparada, etc., pero en algún momento tendremos que comenzar a preguntarnos se viviremos en un país o en un paisaje.