La historia posterior al ajusticiamiento del tirano Trujillo está llena de interrogantes que aún esperan por respuestas satisfactorias; entre las cuales, el juicio final acerca de Salvador Jorge Blanco(1926 –2010), quien murió empañado por imágenes deleznables, pero que, a la luz de quienes lo conocieron y trataron fue un hombre probo, aunque errático políticamente.
En su momento, Jorge Blanco fue una personalidad política dominicana de primer orden. Era un reconocido abogado, alto dirigente del PRD desde 1964 y connotado participante en la guerra de abril de 1965, al lado de Caamaño, de cuyo gobierno formó parte. Fue senador del Distrito Nacional y presidente de la República en el período 1982-1986.
Sin embargo, entre todos los acontecimientos que protagonizó, extrañamente, dos lo recuerdan de manera patética: la poblada de abril de 1984 contra su gobierno en la que hubo decenas de heridos y muertos y el juicio y condena por corrupción orquestado en su contra durante el gobierno de Balaguer de 1986 a 1990.
Y es que, ciertamente, el perfil de Jorge Blanco es muy contradictorio. Antes de arribar a la presidencia de la República ostentaba un pasado profesional y político envidiable; lo era también desde el punto de vista de su concepción democrática.
Llegó al poder con una aureola esperanzadora para su partido y para la sociedad.Pero,desde el primer día de la toma de posesión como gobernante se mostró rígido, autoritario y las halagüeñas promesas empezaron a desmembrarse y desvanecerse.
Ganó la presidencia de la República en las elecciones del 16 de mayo de 1982,en el proceso electoral sin trauma, a no ser las rencillas internas del PRD que ya se manifestaban con fuerza. Y en ese sentido, hubo una transmisión de mando excepcionalmente normal en el país, puesto que el gobierno permanecía en el mismo partido.
Contrastando con la extensión y modestia de los discursos de los anteriores presidentes de la República del PRD, Juan Bosch y Antonio Guzmán, Jorge Blanco pronunció uno de los más extensos y soberbios discursos de juramentación . Su extensión era comparable sólo con los de Balaguer en los primeros períodos de los Doce Años. Sembrando expectativas al granel, imitó el estilo mesiánico de este gran caudillo.
Apeló al lugar común presente en los discursos de juramentación de los presidentes dominicanos: nunca, antes de arribar al gobierno la situación del país había sido tan trágica y desastrosa .Y al recurrir a esa fórmula, se mostró como el salvador de una situación catastrófica que, sorprendentemente había sido obra del gobierno que le antecedía y de su propio partido:
“Nunca como ahora le había tocado a un presidente de la República, recibir el poder en medio de una crisis económica tan profunda y compleja, como la que actualmente atraviesa el pueblo dominicano, consecuencia de graves desaciertos del gobierno que hoy finaliza y de factores intencionales ajenos a la voluntad dominicana en plena quiebra material y también moral”.
¿Deslealtad o sinceridad? El hecho es que fue abrupta y chocante la afirmación de un presidente de la República que había sido elegido con el apoyo del partido gobernante.
Las pugnas internas del PRD eran una realidad. Jorge Blanco ya se había rodeado durante la campaña electoral de adeptos extra-partidos que con él formaban un proyecto aparte por encima de su organización política: la Avanzada Electoral.
Aprovechó la ocasión de la juramentación para distanciar al gobierno del partido, presumiendo proyectar la imagen de presidente que gobierna para todos los dominicanos, por encima de simpatías partidarias.
“Nosotros hemos llegado a la Presidencia para poner en juego nuestra vocación de servicio frente a toda la colectividad nacional; no para servirnos, en modo alguno, de la alta posición en que el pueblo, libérrimamente, nos ha ubicado. Reiteramos una vez más, que no tenemos tendencias partidarias, que no formaremos ni promoveremos la formación de grupos políticos ni dentro ni fuera de nuestro propio partido, y que, de igual manera, no trataremos de reelegirnos”.
Hay en esas palabras una dualidad que nunca se había visto en la imagen de un presidente Constitucional de la República, al momento de jurar. Se advierte el perfil del estadista, que se empeña en afirmar la responsabilidad y su compromiso, su vocación de servicio, con su nueva investidura.
Pero, al mismo tiempo, se advierte al político, al militante, al cabecilla de grupo, dentro de su partido, que aprovecha esa ocasión tan solemne, para lavar los trapos y arreglar sus cuentas en relación con sus compañeros de partido.
Ese discurso ha sido el menos normativo y solemne, pronunciado por un presidente de la República, en el acto de toma de posesión. Faltó el lenguaje, y el espíritu.
Sin embargo, en la larga conclusión de su discurso, Jorge Blanco, a pesar del tono mesiánico y catastrófico del inicio, se muestra humilde, humano, generoso. Promete esfuerzo, como única promesa; promete romper con el aislamiento y la arrogancia desde la presidencia, y solicita que le llamen “ciudadano”.
La imagen que da de sí es encomiable; semejante, y aún más envidiosa, que la que dieron los que le precedieron en el cargo. Hasta la prosa de su discurso huele a democracia y a deber con el pueblo. Hay que guardar esa imagen, y por eso transcribo un extenso pasaje del final de ese discurso de juramentación:
“Nosotros, simples mortales, no haremos milagros, pero sí nos comprometemos, ante el recuerdo venerado de los héroes de la Independencia y de la Restauración, y ante Dios, a trabajar sin descanso, en la búsqueda de soluciones definitivas a los más graves problemas nacionales.
Nuestra única promesa que sirve de colofón de esta forma de juramento es que no vamos a escatimar ningún sacrificio para corresponder a la prueba de confianza que el pueblo nos dio el 16 de mayo del presente año, con su voto mayoritario.
Al pueblo que nos eligió, al pueblo soberano, nos debemos. Compartiremos con él. No nos aislaremos en torre de marfil, ni practicaremos las arrogancias presidenciales tradicionalistas que constituyen la peor forma de ese aislamiento. Siguiendo normas protocolares, hemos hecho, hasta ahora, esta intervención utilizando la primera persona plural. Pero no la terminaremos así. Desde ahora pueden llamarme ciudadano. No hay título más alto que ése. Vengo al Poder a poner mis dedos sobre nuestras llagas, que son muchas. Para sanar, para curar, no para irritar. Vengo al Poder, para dar ejemplo, no para ofender; para ser sobrio, no dispendioso. Para servir, no para abusar. Pero nadie deberá confundir mi generosidad con debilidad. Odio tanto la violencia que destruye, como admiro la energía que construye. Pido lo que ofrezco: esfuerzo, sacrificio, trabajo, disciplina, puntualidad, moralidad, austeridad y también patriotismo. Yo no voy a resolver solo, lo que sólo puede ser resuelto por la mística que crea un pueblo en movimiento. Mi deber es mostrar el camino y encabezar la marcha. No escatimaré ni un minuto, ni un aliento, ni una iniciativa. Por último, porque como humano, me siento siervo de Dios: el pueblo y el Altísimo están con nosotros. ¡No en vano la República nació con el símbolo de Dios, Patria y Libertad!
En la restauración moral del país, en la lucha por la democracia económica, ¡encontraremos el respaldo de todo el pueblo y la suprema bendición del Creador del Universo!
¡Adelante dominicanos!”
En las palabras de juramentación y en los sucesivos discursos pronunciados como presidente de la República, Jorge Blanco nunca faltó a la Constitución y las leyes. Como gran jurisconsulto, era un gran exponente de la retórica de un Estado de derecho.
Sin embargo, esas expresiones no se correspondían con los hechos de su gobierno. Su desastrosa gestión se llevó a cabo bajo el signo de las pletóricas figuras de la ley, el voto popular y la justicia social, compromisos que cada vez más irrespetaba.