Por lo menos en el mundo de la ficción los ladrones son simpáticos. Ahí está, por ejemplo, Arsene Lupin, que saltó de las páginas del escritor Maurice Leblanc a la programación de Netflix.
Ahora bien, en los talleres que Gabriel García Márquez solía organizar, surgió un tal Hugo, Ladrón de sábado, quien, en virtud de sus actividades profesionales, –léase irrumpir en casas ajenas–, conoce a una «insomne empedernida» llamada Ana.
Aquel primer contacto fue casi de rutina: Él, pistola en mano, exige dinero, joyas, cosas de valor, etc., pero se siente tan cómodo con aquella «treintañera guapa» que decide pasar la noche en su casa, en lugar de huir con el botín.
Acto seguido, se pone los pantalones del marido ausente y le pide comida y música. Ella no sabe cómo defenderse, intenta ponerlo fuera de circulación con un vino lleno de somníferos que al final lo bebe la propia Ana, por error. Cuando se despierta (sin pijama, pero con la misma ropa de la víspera) el desayuno está listo y, además, Hugo juega con su hija pequeña.
Entonces empieza a sentir «una extraña felicidad» y todo se vuelve confuso, a tal grado que, incluso, le parece guapo. Por si fuera poco, la treintañera tiene un programa de radio que el especialinvitado escucha sin falta, así que hablan de boleros, excelente pretexto para abrazarse y bailar, cosa que casi nunca hacía, ya que el esposo es tan ágil como un elefante, pero ahora «se acoplan de tal manera» que parecen uno solo, si me perdonan el símil gastado.
El domingo transcurre entre pasos de danzón, trucos de magia para la niña y suspiros inspirados por Benny Moré, hasta que llega la triste hora de la despedida, pues el marido no tardará en aparecer. Antes, por supuesto, con los modos de un caballero, devuelve lo robado (no todo, pero casi, las cuentas de la luz y demás) y arregla la ventana que había roto y ya no digo más.
Hagamos una versión literaria de la canción El ladrón, habría dicho algún tallerista en los cursos de Gabo. En efecto, las historias parecen hermanas. En ambas hay un intruso atractivo y una muchacha ídem y en ambos casos hay un flechazo fulminante: «iVen, ven, ven, ladronzuelo ven, ay, pero ven y ven a robarme a mí!», canta La Sonora Santanera…
Más aún, en otro relato del colombiano, que no trata de asaltantes, un personaje está convencido de los amores a primera vista: «Los imposibles son los otros», sostiene. Por eso me pregunto si se puede cuadrar el círculo y explicar estos revoltijos de ficción, música y síndrome de Estocolmo. Aunque parezca imposible, quizás lo mejor sea creerlos.