Los rituales familiares se distinguen por la vivacidad e intensidad de los vínculos que otorgan sentido de pertenencia en el hogar a los miembros que la componen.

La familia se consolida en un continuum a través de los ciclos o etapas. Los miembros de la familia refuerzan los lazos afectivos, los nudos de lealtad y sus significados refuerzan el sí mismo familiar como unidad emocional, creando una narrativa existencial inquebrantable. Además, tiene lugar un espacio, una realidad objetiva y perceptiva, tranquilizadora  de los padres mediante los gestos de amor, protección, predecibilidad y calidad bientratante de las respuestas.

El filósofo Byun-Chul Han se refiere a los rituales familiares como una técnica simbólica de instalación duradera en el hogar. Refiere que estar en casa es una espacio fiable y seguro en el que se ordena el tiempo y lo condiciona, morada que da estabilidad en la vida. También hace alusión a la repetición de los rituales como garante de la estabilidad vital.

John Bowlby, por su parte, hablará sobre la importancia de la presencia de los padres con apego seguro; padres controlables y predecibles cuyas presencia genera apego tranquilizador.

Boris Cyrulnick nos plantea el vínculo de los padres que ofrecen continuidad a la cultura, respeto a las normas, a la espiritualidad, que refuerzan la seguridad y confianza. La representación de los padres tranquilizadores reafirma el afecto y la solidaridad entre los miembros de la familia, lo que se hace extensivo en el grupo social. Además, se genera un reforzamiento de la autoestima.

Estos autores y otros, como Barudy, Dartagnan, Vanistendael y Lecomte en sus textos resaltan la relevancia del buen trato, de los padres que contribuyen con la resiliencia de los hijos. Sin embargo, encontramos familias en las que la violencia se ha enquistado, creando terror, inseguridad y traumas.

Los hijos danzan en el ciclo de la violencia en un terrorífico espacio (hogar) en el que la incertidumbre, la incontrolabilidad e impredecibilidad del padre violento exponen a los hijos a una activación de la adrenalina que, a su vez, activa el sistema de alerta. La amígdala cerebral se encuentra en estado de hiperactividad. El aprendizaje, la atención y desregulación emocional se afectan.

La familia con un padre violento que golpea, insulta, desvaloriza, amenaza e intimida a la madre, quebranta el espacio familiar tranquilizador, de seguridad y confianza, y crea un clima emocional traumático, que danzará entre la contigencia de la violencia y el amor. Ciclo que define el vínculo traumático. Ese tiempo y espacio compartidos que simboliza el espacio fiable, de acuerdo a Byung-Chul Han, se deshace por la conducta violenta.

Los padres violentos, cuyo lenguaje digital (gestos) y el analógico (verbal), condicionan las respuestas afectivas, cognitivas y fisiológicas.  Los hijos muestran temor, ansiedad, depresión, trauma, y aprenden un modelo disfuncional de afrontamiento al estrés y a los problemas familiares.

Además, como bien plantea Enrique Echeburúa, a los hijos se les quebranta la confianza básica. Son niños y adolescentes que tienen la percepción de que sus padres y el mundo les han fallado. Un mundo peligroso, que no es de fiar. Incluso, podríamos decir que la susceptibilidad, suspicacia, desconfianza y ansiedad pueden permanecer como rasgos de la personalidad.

El buen trato no es una moda, es una realidad que debe ser promovida para preservar la salud psicoemocional de los hijos, así como garantizar los derechos supremos que les protejan su integridad.