En cada biblioteca que se va construyendo con tu alma hay zonas náufragas: obras que se van degradando, creciendo o muriendo contigo.
Era yo empleado de Radio Televisión Dominicana cuando el 16 de agosto de 1978 llegó al gobierno el PRD. Tenía un puesto rarísimo ahí: de archivista. El tractor de las nuevas autoridades pasó sobre mi cabeza. En una disposición del histórico líder Hatuey Decamps, entonces director de la planta oficial, quedaba cancelado. Esa misma tarde me disparaba a la casa del grafista Fran Almánzar a llorar, como siempre, mis penas. Para mi consuelo, Fran tenía un regalo para mí, que había comprado en la Librería Lope de Vega los textos de Arthur Rimbaud, traducidos por el poeta argentino Raúl Gustavo Aguirre y publicado por Monte Ávila editores, de Caracas.
Rimbaud fue como una alucinación. Durante semanas solo salía con el libro en el bolsillo. Tres meses después, en una de esas celebraciones críticas frente al “Día de la Raza”, el 12 de octubre, me encontré con Pedro Mir en la Arz. Meriño, y al verme con la obra comenzó a hablarme no sé cuántas maravillas sobre el poeta “vidente” hasta que le pedí que me escribiera algo. En la sección de “Las Iluminaciones” así lo hizo: “La clave del arte. Pedro Mir”.
Navegando en esas aguas de la camaradería, comencé a prestar el libro hasta que un día desapareció. En mi primer viaje a Nueva York, allá por el 2006, mi amigo Alex Guerrero me devolvió la obra. Golpeado, al parecer sacado de algún fondo de cualquier naufragio, la obra mostraba signos de haber pasado por agua y seguramente también por el sol.
En esos más de 30 años de pérdida de “Una temporada en el infierno”, siempre atesoré los encantos de esa traducción. Conseguí otras variantes, como la célebre de Juan Abeleira, para Hiperión, de 1995; la al parecer imperial, de Gabriel Celaya, Cintio Vitier, Aníbal Núñez y David Conte, recogidas por Visor en el 2009. Incluso mi amigo Nelson Ricart-Guerrero advertía que la traducción de Gustavo Aguirre tenía sus deficiencias, etc., pero el hábito y el encanto de la primera vez pueden más que cualquier versión perfecta. Mi obsesión con la obra fue tal que conseguido otro ejemplar de aquella edición de 1976, realicé mi propia edición de la obra, para Ediciones Cielonaranja, primero en fotocopias y luego en imprenta. Luego de haber recuperado aquella versión-regalo de Almánzar, me sentí como Noé recuperando las palomas que había lanzado fuera del arca.
Frágil, desmejorado, aún así vuelvo a esta “clave del arte”. Bienaventurados sean los que regalan libros hermosos y los que con sus dedicatorias le conceden nuevos reinos a esos reinos de las imágenes que te han hecho crecer y decrecer tanto, devolviéndote a lo que finalmente serás: nada, parte de un naufragio que no cesa.