MELBOURNE – ¿Estará lista la Iglesia Católica Apostólica Romana para reconsiderar su prohibición al uso de anticonceptivos? El hecho de que destacados exponentes del conservadurismo católico hayan sentido la necesidad de expresarse en contra de esa posibilidad da algunos motivos para pensar que, dentro mismo de la Iglesia, y bajo la protección del papa Francisco, se ha iniciado un movimiento por el cambio.
Ya desde Tomás de Aquino los teólogos han dicho que interferir en el acto sexual para evitar la procreación constituye un abuso de los genitales humanos y por tanto un acto ilícito. Y papas anteriores se habían opuesto a la anticoncepción.
Sin embargo, el desarrollo de anticonceptivos orales y su lanzamiento en 1960, y el descubrimiento de que muchas parejas católicas recurrían a la anticoncepción, generaron dentro de la Iglesia demandas de reconsiderar la prohibición. En respuesta, el papa Juan XXIII creó una comisión pontificia sobre el control de la natalidad; pero no vivió bastante para ver su trabajo terminado. Fue su sucesor, Pablo VI, el que recibió de la comisión un informe donde se señalaba que la Iglesia ya permitía a las parejas calcular los días del ciclo menstrual en los que una mujer no puede concebir y limitar las relaciones sexuales a esos días.
A esta observación, la comisión agregó: «es natural que el hombre use su habilidad para poner bajo control humano lo que es dado por la naturaleza física», y concluyó que la anticoncepción es permisible si es parte de «una relación ordenada hacia la fecundidad responsable». Un informe en minoría contrario a modificar la doctrina de la Iglesia sólo obtuvo apoyo de cuatro de los 72 miembros de la comisión.
Así que para la mayoría de los católicos fue una sorpresa el hecho de que en 1968, sólo dos años después de recibir el informe de la comisión, Pablo VI publicara su encíclica Humanae Vitae (Sobre la vida humana), que declara «excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos» toda «acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación».
La existencia misma de Humanae Vitae y que haya perdurado sin ninguna flexibilización fueron el resultado de muertes papales inoportunas. Juan XXIII fue un papa reformista, que había convocado el Concilio Vaticano Segundo con el objetivo de reconsiderar diversas prácticas de la Iglesia. Si hubiera vivido más tiempo, es posible que aceptara la opinión de la aplastante mayoría de la comisión que creó.
También es posible que la prohibición estricta de la anticoncepción no hubiera sobrevivido intacta sin la muerte repentina de Juan Pablo I, el sucesor de Pablo VI que murió sólo 33 días después de su elección al papado. De hecho, en tiempos en que era el obispo Albino Luciani, Juan Pablo I se mostró favorable a una mirada más liberal hacia la anticoncepción; en un documento de su autoría, considera lícito el uso de la progesterona artificial «para distanciar un nacimiento del otro, para dar descanso a la madre, y para pensar en el bien de los niños ya nacidos o por nacer».
Los católicos conservadores consideran que más allá de las contingencias que rodearon su promulgación y supervivencia, Humanae Vitae resolvió de una vez y para siempre la cuestión de la anticoncepción. Quien cree que Dios otorga a los papas el poder de la verdad también puede creer que Dios opera en formas misteriosas.
Pero el año pasado surgieron dudas respecto de la permanencia de la doctrina de la Iglesia, cuando la Pontificia Academia para la Vida publicó Etica Teologica della Vita, un volumen de más de 500 páginas en italiano que reúne las ponencias de un seminario que organizó, junto con el texto que sirvió de base para la discusión. Algunos de los importantes teólogos católicos que participaron en el debate sugieren que hay circunstancias en que la anticoncepción puede ser lícita.
En respuesta a la publicación, en diciembre del año pasado varios representantes del conservadurismo católico se reunieron en una conferencia en Roma. John Finnis, profesor emérito de Derecho y Filosofía del Derecho en la Universidad de Oxford y uno de los principales exponentes de la teoría ética de la ley natural, dio una charla titulada «La infalibilidad de la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción», en la que no sólo defendió el título de la tesis sino también que dicha enseñanza es «un elemento inseparable y evidentemente irreversible de la aceptación de la fe católica como verdad». Es decir, si alguien permite tan siquiera que se cuestione la doctrina, deja de pertenecer a la religión católica.
¿Dónde deja esto al papa Francisco? Cuando una periodista le preguntó si estaba dispuesto a una reevaluación de la doctrina de la Iglesia sobre los anticonceptivos, respondió que era una pregunta «muy oportuna». Y señaló que no estaría bien prohibir a los teólogos discutir ningún tema, porque «no se puede hacer teología poniendo el “no” adelante». Respecto de la publicación de Etica Teologica della Vita, dijo: «Quienes participaron en ese congreso hicieron su deber, porque buscaron un avance doctrinario».
Parece entonces que para Finnis, el papa no es católico. Como tampoco lo son muchos otros. Según una encuesta de 2014, más del 90% de los católicos en países que incluyen Francia, Brasil, España, Argentina y Colombia están a favor del control de la natalidad; y otra que hizo en 2016 el Pew Research Center indica que incluso entre los católicos que van a misa todas las semanas, sólo el 13% considera que la anticoncepción sea inmoral. Si Finnis tiene razón, hay muchos menos católicos de lo que se piensa.
La opinión mayoritaria no determina qué está bien y qué está mal, pero en este caso, hay buenos motivos para pensar que la mayoría de quienes se consideran católicos están en lo correcto. Ya va siendo tiempo de abandonar una visión del sexo y de la procreación enraizada en ideas medievales acerca de la ley natural.
Traducción: Esteban Flamini