Mentir es siempre deformar el ser, jugar a desfigurar, al menos momentáneamente, la sustancia de los hechos y de las cosas. La mentira implica una sospecha y una apuesta contra lo absoluto, es decir, contra aquello que es. El mentiroso pretende adulterar la materia de las cosas y pone en ello un esfuerzo notable. Este esfuerzo notable, hay que decirlo, es maldad.
No podemos olvidar, sin embargo, que decir lo que no es, es una actividad meramente humana: la mentira solo existe en las relaciones entre personas. Los animales, las plantas y las cosas no mienten, y no mienten no solo porque carecen de razón sino más bien porque son inocentes. Mentir equivale siempre a perder y a despojar al otro de la inocencia que la verdad le permitía sobre una determinada cosa.
Una vez dicha, el peso que la mentira deposita en el espíritu, impide que las personas sean ellas mismas. Lentamente, el mentiroso se convierte en el personaje que su falsía ha echado sobre sus hombros, hasta el punto de desplazarlo y forzarlo a ser otro. Más temprano que tarde, en el espejo, el mentiroso no verá más que aquellas máscaras que han sustituido su rostro y transformado toda su apariencia. De todos los vicios que atormentan la voluntad humana, la mentira y luego la costumbre mendaz en que muta, son los que más miedo me causan.
Las costumbres, por ser usos y prácticas cotidianas, suelen devenir en actos que las personas cumplimos maquinalmente, a veces incluso inconscientemente. Cualquiera que sea el ámbito de la vida, el desarraigo de las costumbres, sobre todo si se trata de vicios, es decir, de hábitos que socavan las facultades del espíritu o dañan la salud del cuerpo, en ocasiones, resulta imposible o, en el mejor de los casos, requerirá que el pusilánime se comprometa a luchar contra ellos toda su vida.
He conocido personas con las que ciertamente no me fue posible mantener la amistad, que no solamente se creían sus propias patrañas, sino que, después de haber confundido, mezclado y hecho de su habla un haz falaz, mentían como hablaban, es decir, no eran ya capaces de disociar su discurso de las ideas y argumentos falaces que fabricaban y multiplicaban ininterrumpidamente. Este grado de doblez, más allá de sus implicaciones morales, me ha parecido siempre aterrador: un laberinto sombrío del que no es fácil evadirse.
A alguno en particular, lo vi hundirse en la depresión, el consumo de drogas y las más bizarras patologías psicológicas que jamás escuché. Recuerdo que pasé años intentando ser su amigo, escuchándole y animándole a recuperar el control de su vida, pero fue inútil. Cambió 3 veces de universidad (obviamente no se graduó ni terminó ninguna carrera), perdió o lo despidieron de todos los trabajos que conseguió, más tarde se mudó de ciudad para huir del entorno ruinoso que se había procurado, también lo echó de casa la concubina a quien le había escondido exitosamente y por cierto tiempo el conjunto de sus falencias, hasta que hubo de regresar a casa de su madre, a quien desde entonces expolia para poder satisfacer sus vicios y patologías.
Aunque referida a la esencia divina del Creador, la sentencia evangélica pronunciada por el Redentor: “y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”, bien puede aplicarse plenamente a todos los aspectos de la vida en sociedad. La mentira, además de esclavizar al mentiroso y condenarlo a la más oscura miseria, penetra, inficiona y pudre hasta el más recóndito intersticio del devenir humano. Si hay algo que el mentiroso no conoce ni puede experimentar es lo que yo llamo la ligereza del albatros, ave cuyo vuelo consiste en elevarse y desplegar sus larguísimas alas sin necesidad luego de batirlas constantemente. El mentiroso, en cambio, vive apesadumbrado y condenado a esconderse, lo persiguen como otra sombra los monstruos de sus múltiples personajes, de los cuales no puede liberarse y los que, además, deberá estar presto a encarnar según los interlocutores y ambientes donde se encuentre.
Yo a nadie le exigiría mi inclinación y práctica de la verdad, pues, la mía, más que una virtud o costumbre, es un instinto natural que no me representa mayores sacrificios. Decir la verdad es la más asequible forma de libertad que conozco, y la que recomiendo a todos mis amigos como meta vital. El dolor o malestar aparentes que puede causarse en un determinado momento al decirla o revelarla, no es comparable al mal que temporalmente se oculta con la mentira y que más tarde brotará con violencia feroz, lleno de pus y fetidez, acompañado de atroces tormentos. A aquellos que me objetarán en este punto, digo al menos que resistan a la mentira, que se obliguen a decir la verdad y, también, si fuere necesario, a confesar los yerros cometidos. Esforzarse por no mentir, bien puede ser el ideal valiente de una voluntad acendrada o el manifiesto de una buena vida; empresa que incluso como epitafio, al final de la vida, complacería a más de un visitante de cementerios: “Aquí yace aquel que luchó contra la mentira. Si prevaleció no lo sabremos, pero luchó y eso lo justifica”.
No es este el lugar para citar o enumerar los males y desgarramientos indecibles que la mentira causa diariamente en el seno de familias, amistades, oficinas, clubes de recreo, y ni qué decir en política, donde ya se hizo rutina la representación del espectáculo hórrido de ver pueblos enteros arrasados por la depravación mendaz de sus gobernantes. Quizás el único aspecto que, hasta hace poco, me gustaba y alababa de la vida política de los Estados Unidos de Norteamérica sea precisamente este, es decir, el desprecio áspero, generalizado y sistemático que existe contra cualquier figura pública que mienta; no importa quién sea, si mintió y se descubrió, deberá retirarse y su carrera política habrá terminado. Lo mismo acontece con cualquier demandante, acusado o testigo en sus tribunales de justicia; si se comprueba que miente en la arena del juicio será ineluctablemente condenado o serán desechadas sus pretensiones, cualesquiera esas sean.
Ah y por cierto, las dos exnovias a quienes en el pasado confesé mis deslices me odiaron durante años. No niego que perdí a dos bellas y nobles mujeres, cualquiera de las cuales, sin duda, hubiera sido una excelente esposa y madre de mis hijos; yo, sin embargo, no habría podido obrar diversamente. Mi brutal inclinación a la verdad me apremiaba, susurrándome al oído que ellas tenían derecho a saberlo todo a fin de elegir bien el hombre de sus vidas. Y no es que no supiese que me dejarían, sino que, como acostumbro, seguí los ecos de mi conciencia aún a costa de mi propio bienestar. Tampoco ignoraba que las mujeres están más a gusto con la fantasía de sus sueños que con los hechos de la realidad, y que no agradecen nunca la veracidad si esta estropea sus ensoñaciones. De cualquier modo y aunque sea obvio, lo escribo ahora: la verdad es cosa de héroes.