Nunca he llorado tanto en mi vida como en aquel 11 de octubre de 2006; ni el día en que murió mi padre, de tristeza, ni los días en que nacieron mis hijos, de alegría. Cada vez que alguien reclama “justicia” y con ella, condena y prisión para quienes han delinquido, vuelvo a traer a la memoria esa mañana en la que se celebró la primera graduación de bachilleres del Centro Educativo San Ignacio de Loyola (CESIL) para adultos, que funciona en el Centro de Corrección y Rehabilitación Najayo-Hombres.
El CESIL surgió de la necesidad de algunos internos de llenar de contenido el tiempo que estarían privados de libertad. Jóvenes y adultos que cumplirían penas muy largas encontraron en el servicio a otros internos una razón para seguir adelante, convirtiendo la vergüenza y el dolor de la prisión en algo de bien para sus compañeros y para la sociedad. Así, poco a poco, fueron transformando su paso por ese hueco oscuro y profundo que es el sistema penitenciario dominicano, en un túnel por el que se va caminando hasta que una luz aparece y anuncia un final.
Sor María Celina Mesens había llegado a Najayo más o menos en el año 2002 para visitar a unos internos y allí se quedó, acompañando el centro educativo que empezaba a tomar forma. Ella le aportó estructura, visión, entusiasmo y credibilidad. Se puso en contacto con las Escuelas Radiofónicas Santa María, gestionó junto con los internos la construcción de las primeras nueve aulas del centro y consiguió que en el año 2005 se suscribiera un convenio con CENAPEC. María Celina, unos pocos internos y algunos voluntarios, hicieron que las puertas de la compasión, siempre abiertas para las víctimas de los crímenes y delitos, se abrieran también para los victimarios.
En el 2013 el Ministerio de Educación de la República Dominicana asumió el proyecto como un centro educativo dentro del Sub-Sistema de Jóvenes y Adultos, y a partir del 2015 se le asignaron maestros y se inició la construcción de nuevas aulas. El CESIL, además, coordina acciones formativas con el Instituto de Formación Técnico Profesional (INFOTEP) y apoya distintas iniciativas de educación superior para los internos.
Desde aquella primera graduación en el año 2006, se cuentan por miles los que han podido terminar sus estudios de bachillerato. Hoy día, 40 personas privadas de libertad estudian en la modalidad virtual las carreras universitarias de derecho, contabilidad, administración y sicología. Todos ellos de alguna manera desean construir un nuevo futuro desde la decencia y el bien. ¿No es este, acaso, el signo de esperanza que tanto buscamos para salvarnos del desánimo que nos aplasta?
Sabemos que la cárcel no basta para reparar la sociedad frente a un delito ni para rescatarla del cinismo. Muchas condenas y encierros consiguen generar más horror, violencia y traición que sanación. En un sinnúmero de casos, cuando alguien es enviado a prisión no es justicia lo que se obtiene, sino más bien que se incrementen su deseo y sus habilidades para actuar incorrectamente. En contraposición, el CESIL es un rayito de luz en el sistema penitenciario dominicano que ofrece deseo y habilidades para que los internos vivan dignamente.
Aquel día, mientras presenciaba el acto de graduación del CESIL, no solo escuché como eran algunas de esas vidas antes de entrar en el recinto carcelario, sino que también pude imaginar cómo podrían ser cuando salieran en libertad, si se logra dar a los internos lo que no tenían antes de entrar: educación, en muchos casos; arrepentimiento, sentido y conversión, en otros.
Además de ayudar a que los internos tengan una segunda o tercera oportunidad de hacer las cosas bien, un voluntariado en torno a los centros penitenciarios nos propone el desafío de reconocernos como hermanos y hermanas de ellos, capaces no solo de desear su rehabilitación y reinserción a la sociedad, sino también de trabajar activamente para hacerlas posibles.
Aquel 11 de octubre quedó tatuado en mi memoria para siempre porque me ayudó a darme cuenta de la mirada incompleta y los prejuicios que esconde ese extraño sentimiento que se siente frente a algunas condenas. Ese día lloré de emoción al descubrir un horizonte más ancho para la justicia que el que ofrece una sentencia: el de la inquebrantable capacidad de las personas de volver a empezar.
Al finalizar aquel acto de graduación abracé a uno de los internos que aún sigue colaborando en el Centro Educativo San Ignacio de Loyola y le agradecí por el valioso regalo que me había hecho: ser testigo de cómo las personas pueden retomar el camino de la bondad, no importa cuánto tiempo y qué tan lejos hayan podido extraviarse, si encuentran gente que les ayude a encontrar la riqueza y la hondura de la vida. Y para eso, como para muchas otras cosas en la vida, se requiere de una familia, de un maestro, o de una religiosa dedicada, de unos cuantos internos profundamente comprometidos, de algunos voluntarios solidarios y de un Estado capaz de creer, de verdad, en la justicia.