Resentimiento, o guardar rencor, es efecto de desagrado, disgusto y enojo, que, prolongado, puede causar dolor moral, barrera en las relaciones, y duras críticas al causante. Si este estado dura por largo tiempo en la mente y corazón del resentido, se desgasta el buen sentido de razonamiento, y se hace una carga emocional; pues, se puede manifestar en forma de depresión, ansiedad, estrés, aversión, odio, que no conduce a nada bueno. “El odio despierta rencilla; pero, el amor cubrirá todas las transgresiones”. Proverbios 10:17)
He aquí, un ejemplo de un prolongado resentimiento que terminó en desafortunado resultado. “La inesperada venganza del carpintero”, es un relato que se contrapone a la amonestación del Señor Dios, quien dijo: “A mi me corresponde hacer justicia; yo pagaré”. Este era un dicho muy repetido en el pueblo hebreo, citan respectivamente esta admonición en Romanos 12:19 y Hebreos 10:30).
“La inesperada venganza del carpintero”, es un relato que se contrapone a la amonestación del Señor Dios, quien dijo: “A mi me corresponde hacer justicia; yo pagaré.” Este era un dicho muy repetido en el pueblo hebreo. El apóstol Pablo, así como el autor de la Carta a los Hebreos, citan respectivamente esta admonición en Romanos 12:19 y Hebreos 10:30.
En siglos pasados había un rey muy rico, pero gruñón. En una ocasión hizo venir a un joven carpintero para hacer una reparación al palacio. El monarca tenía una hija. Esta princesa y el carpintero se enamoraron; pero, esto le disgustó mucho al padre de la joven y echó del palacio al trabajador de la madera. El resignado vasallo salió del palacio y fue impedido de ver a su enamorada, la hija del rey.
Con persistente trabajo y estudios, el carpintero se hizo arquitecto y llegó a ser un destacado profesional. Pasados muchos años, el rey volvió a invitar al carpintero de ayer, hecho ahora un famoso arquitecto, le encomendó construir un palacio con todas las comodidades y suntuosidades de la época.
El arquitecto preparó y presentó al rey su más primoroso diseño arquitectónico. El soberano lo aprobó, le hizo saber al profesional que había suficientes recursos para construir el proyecto. La nueva residencia palaciega fue construida. Era una moderna y magnífica estructura que sobresalía majestuosamente en las colinas.
Llegó el día para bendecir e inaugurar la nueva mansión. El monarca invitó al cuerpo diplomático, la crema y nata de la sociedad y al alto dirigente religioso para bendecir el local. Después del acto religioso, el monarca hizo un brindis y se expresó diciendo: “Hago un brindis por esta magnífica obra arquitectónica, que es la más grandiosa edificación del imperio”; continuó diciendo: “He tomado la decisión de dar la mano de mi hija, en matrimonio al magnífico arquitecto. Este palacio es mi regalo de bodas.” La princesa estaba ya entrada en edad: era una “jamona.”
Cuando el despreciado carpintero de ayer, vuelto un famoso arquitecto ahora, oyó la declarada oferta del rey, se puso nervioso y pidió la palabra y compungido, dijo lo siguiente: “Vamos a salir de aquí, porque construí este edificio con malas intenciones para vengarme del rey por su menosprecio, al no permitir los amores de su hija conmigo cuando yo era un joven carpintero. “Salgamos de aquí, pues esto se puede derrumbar en cualquier momento, porque la zapata no tiene suficiente profundidad, las columnas son frágiles, el techo es como cáscara de huevo; en fin, cualquier temblor de tierra o viento recio, puede hacer caer esta edificación.” La construcción era una belleza, pero una trampa de venganza para el mismo carpintero, quien ahora es un distinguido arquitecto que años atrás fue agraviado por el despótico rey.
Es a Dios a quien le corresponde tomar acción, para que no suceda como en el caso de “La inesperada venganza del carpintero.”