El Distrito Nacional, el Gran Santo Domingo, el país realmente, ha sufrido decenas de muertes y millones de pesos en daños materiales en dos días, apenas separados por doce meses. No por huracanes, tampoco por tormentas… vaguadas. Dolor. Las lluvias y la tragedia de noviembre de 2022 se repitieron, tal cual, en 2023. A pesar de que, precisamente por el trauma que vivimos hace un año, la comunicación preventiva mejoró, no podemos decir lo mismo respecto de la infraestructura de la ciudad. Inundaciones, colapso de viviendas y derrumbe de paredes en una de las avenidas principales. La muerte nos ha recordado, demasiado rápido y con demasiada tristeza, la falta de planificación urbana y los problemas de drenaje; más bien, la falta de voluntad política para abordar estos problemas. Fenómenos de la naturaleza, sí, en parte, pero desastre político también.

Vivimos en una ciudad en la que llueve y se inundan las calles. Las personas no pueden moverse hacia donde más necesitan. Vivimos en una ciudad en la que llueve y las casas se sumergen. Las personas no encuentran en su hogar un lugar seguro. Vivimos en una ciudad en la que llueve y —no hay otra manera de decirlo— la gente muere. Lo vimos el año pasado, lo acabamos de ver de nuevo y, lamentablemente, si no actuamos con urgencia, lo veremos otra vez. Estas lluvias, además, no son pura casualidad. En el telón de fondo, el cambio climático juega un papel cada vez más determinante, exacerbando la frecuencia y severidad de este tipo de eventos, que colocan a República Dominicana, por su ubicación y geografía, en una situación especialmente vulnerable.

Ciertamente, la solución del drenaje pluvial es poco atractiva políticamente. Nadie la ve, nadie se monta en ella y, posiblemente, no pueda ejecutarse en un solo mandato gubernamental. Es difícil atribuírsela a un gobernante o a un partido, y agradecerle a un buen drenaje pluvial la ausencia de problemas requiere pensar un poco más de lo común. En efecto, con tantas otras dificultades, muy poca gente pedía que el gobierno invirtiera recursos en algo así, hasta ahora…

Ese problema, que ha permanecido oculto, bajo tierra, sumergido, ha salido a flote con ira. Demanda acción. La gente le teme a las lluvias. Se ha convertido —como debió ser hace mucho tiempo— en un problema político. Y la solución a ese problema, que resultaba políticamente poco atractiva, se ofrece hoy como una oportunidad.

Como señalaba el politólogo John W. Kingdon, a veces las soluciones coinciden, casualmente, con los problemas; momento cuando las «ventanas de oportunidad» se abren para que los líderes implementen cambios significativos. Decía que, de vez en cuando, pero no siempre de manera previsible, los problemas se encuentran con soluciones en un ambiente de importancia y urgencia que crean una sopa —un caldo perfecto— para poner en marcha ciertas políticas públicas. Esta crisis de drenaje pluvial, largamente ignorada, se ha vuelto a convertir en una de esas ventanas de oportunidad.

Y así, siguiendo la perspectiva de John P. Kotter, experto en liderazgo y cambio, creo que ha caído sobre las manos de los políticos la primera etapa para liderar un cambio efectivo: la sensación de urgencia. Momentos como este requieren de un liderazgo que pueda inspirar y unificar a la gente detrás de un objetivo común. En este caso, la oportunidad de transformar una crisis en una visión de futuro para Santo Domingo. Las oportunidades son calvas y se agarran por los pelos.

La circunstancia —lamentable y todo, por lo prevenible que fue— ha colocado al presidente de la República en una situación única, de tomar el dolor y la ira y, a través de su liderazgo y capital político, transformarlo en acción. Tiene el escenario para inspirar a la gente y unificar al país detrás de un nuevo propósito, que compaginaría a la perfección con una visión de futuro para la ciudad que todos anhelamos; una ciudad que sea ejemplo de superación y organización en varios sentidos. Una ciudad segura y resiliente; un modelo para la región. Tiene la oportunidad de marcar un antes y un después, identificar responsabilidades y poner en marcha un genuino proceso de cambio.

Precisamente por el dolor, la tristeza y la decepción, está en una coyuntura adecuada para crear una coalición intergubernamental, interpartidaria y con el sector privado para, unidos todos, formar una visión estratégica que emocione a la gente. Todos queremos una mejor ciudad, y todo el mundo puede colocarse detrás de este objetivo, pero aprovechar eso requiere habilidades de liderazgo; requiere saber leer el momento.

Esta, no tengo dudas, es la mejor parte de la política: cuando una persona sabe leer el sentimiento de la sociedad, identificarse con ella, tomar lo negativo e inspirar a la gente detrás de un propósito común que, por más difícil y retador que sea, se traduzca en acción. No pasa siempre, pero cuando sí pasa, se miden las habilidades de los líderes, lo agradecemos y crecemos juntos. Lo hemos visto en muchos países con tragedias similares. Pero cuando no se aprovechan, el día a día vuelve a secar las aguas, otros problemas ocupan los titulares, la gente se olvida, los políticos se concentran en otras cosas y corremos el riesgo de, otra vez, sufrir otro trauma. El momento del cambio pasa, el caldo se enfría y la sensación de urgencia desaparece.

Aunque las soluciones a este problema son multifacéticas, complejas, retadoras, se ha hecho evidente la necesidad de una inversión significativa en infraestructura, un plan de acción claro para la gestión de emergencias y un compromiso político para el desarrollo urbano sostenible. Desde sistemas de alerta temprana hasta programas de educación pública sobre la gestión de riesgos, hay un abanico de medidas, pero no quiero abundar sobre esto. Los expertos lo harán mejor que yo. Pero si algo quiero resaltar es la necesidad de reconocer, en los más altos niveles, la gravedad del problema y la necesidad de actuar con urgencia; urgencia a la que se le añade otra capa de importancia por el cambio climático.

Haber pasado por esta tragedia una vez fue suficiente; vivirla casi en idénticas circunstancias, como si de la conmemoración de un aniversario se tratase, es más que demasiado; y no tomar cartas en el asunto es ya imperdonable. La inacción ahora sería más que una omisión; sería una traición a las vidas perdidas. La ventana se ha abierto para solucionar este problema de una vez por todas, pero los políticos deben actuar ya, antes de que se cierre de nuevo y tengamos que revivir esta pena. La sensación de urgencia está. No la dejemos ahogar.