El afamado poeta y escritor estadounidense Ambrose Bierce (1842-1914) dijo: “En asuntos internacionales, la paz es un período de trampas entre dos luchas”. Esa concepción pendular que concibe el discurrir de la historia entre dos extremos, guerra y paz, impulsó dentro de la disciplina de las relaciones internacionales varios marcos teóricos que, desde sus respectivas escuelas, buscaban dar una explicación al tipo de interacción que se estaba dando entre las naciones desde inicios del siglo XX. En un contexto de marcado belicismo, dos teorías ganaron realce: el idealismo y el realismo.
Según Montoya Ruíz (2012. Pág. 174), el idealismo normativo afianzó la concepción de un contrato social a escala global que diera fluidez a las relaciones internacionales y evitara los conflictos por la expansión de ciertos valores pacifistas en cuanto los intereses de los Estados son más complementarios que antagónico. (Clark, 1980)
Así, la Primera Guerra Mundial, con su enorme estela de muerte y destrucción, creó un contexto propicio para criticar la fragilidad de la diplomacia europea tradicional a la hora de mantener el orden y la paz internacional, además de aumentar la presión social para que dejase de utilizarse la guerra como un instrumento de la política exterior de los Estados. El surgimiento de la Sociedad de Naciones y el impulso de un nuevo Derecho Internacional aumentaron el optimismo sobre la posibilidad de instaurar un sistema con mecanismos para la solución pacífica de conflictos, y la consecución del desarme global. Es decir, hallar los medios adecuados para organizar la paz. Según Mesa (1980), con esto se desautorizó la diplomacia secreta, la carrera armamentista y todo lo que había conducido a la guerra, procurándose la seguridad colectiva.
Sin embargo, el estallido de la Segunda Guerra Mundial y las condiciones creadas por ella una vez finalizada significaron el afianzamiento de la teoría realista, aunque no la desaparición total del idealismo, al reafirmarse los conceptos de seguridad nacional, poder militar y disuasión desde la fuerza, nociones especialmente relevantes durante la posterior Guerra Fría. (Rocha & Morales Ruvalc, 2010)
Para Shklar (1957), con la desaparición de los grandes proyectos para la humanidad, se aseveró el planteamiento teórico realista hecho en 1948 por H. Morgenthau, de que las naciones actúan de manera racional y que se encuentran en constante competencia por la obtención de poder. En su obra Politics Among Nations: The Struggle For Power and Peace, Morgenthau (1948) afirmó que, si bien los poderes económicos y culturales son importantes, las capacidades militares son las determinantes para medir la fortaleza de los Estados.
Barbé (2008) dice que, en el realismo:
“El Estado es el único actor digno de ser estudiado en el sistema internacional, las políticas exteriores deben operar bajo el estándar del interés nacional, por ello la actuación racional de los Estados es previsible a través de su política exterior, cuyo objetivo es la supervivencia, lo cual se articula con el “equilibrio del poder” entendido como resultado de la acción exterior de los Estados que procuran mantener el status quo, en el que es irrelevante la política interna.”
Se establece que de manera natural los países buscan su beneficio propio, creando situaciones en las que el poder no será distribuido de manera equitativa. El poder, por tanto, se constituye dentro del realismo como la capacidad de influir en el comportamiento, las actitudes o las acciones de otros (del Arenal, 2007). Empero, aunque las políticas de los Estados están orientadas a mantener y/o aumentar los recursos que posee, en un mundo interdependiente como el nuestro, y ante el aumento de legislaciones internacionales que prohíben o, al menos restringen, el uso de la fuerza bélica o la coerción militar, los gobiernos se han visto en la necesidad de buscar otros medios para alcanzar sus objetivos y defender sus intereses. Esto es lo que Robert Keohane y Joseph Nye (1989) llaman interdependencia compleja.
Esta concepción o tipo ideal modifica la visión estatocentrista del modelo westfaliano que ve al Estado-Nación como el único ente o, al menos el central, en las relaciones internacionales, redistribuyendo el poder incluso entre nuevos actores de relevancia, sobre todo si se tiene en cuenta el tipo de relaciones que surgen de los procesos expansivos de la globalización, donde las necesidades políticas y las relaciones económicas transnacionales imponen la interdependencia a distintos niveles y desde múltiples dimensiones.
El fenómeno de la interdependencia compleja no significa la desaparición del poder, sino su transformación. Por eso, los autores introducen dos conceptos: sensibilidad y vulnerabilidad. La sensibilidad alude al nivel de influencia o afectación que tiene un país sobre otro y la velocidad de respuesta, mientras que la vulnerabilidad se refiere a las alternativas que tienen los actores a la hora de enfrentar una situación internacional que les afecte y el coste de las mismas.
La interdependencia compleja sigue presuponiendo que el impulso esencial de los Estados es su deseo de maximizar las posibilidades de alcanzar sus objetivos, pero añade que alcanzarlos de manera individual se dificulta o hace imposible. Aquí el multilateralismo y las acciones conjuntas ganan relevancia sin menoscabar el sacralizado principio de soberanía, pues son los mismos Estados lo que establecen los acuerdos y convenios a los que posteriormente se someterán.
Dentro de este contexto, crece la relevancia del papel que juegan los movimientos sociales, los organismos, las asociaciones y organizaciones transnacionales, los cuales establecen nuevos canales de comunicación entre actores regionales, subregionales, gobiernos y ONG´s sin la supervisión o mediación del Estado. De hecho, en muchos casos, son estos actores los que establecen la agenda internacional, llegando incluso a determinar las prioridades gubernamentales y estatales, y hasta las acciones intra estatales. Además de esto, el peso del derecho internacional también es relevante, lo que impide que los actores pueden tomar decisiones arbitrarias o exclusivamente independientes.
Los ciudadanos, en cualquier parte del mundo, tienen una capacidad creciente de influencia a través de las redes sociales y los distintos canales de multimedia, por lo que hoy se hace innegable la relevancia e influencia de la opinión pública y de otros actores no estatales, e incluso de los individuos en la escena internacional.
Todo esto ha obligado a una reconfiguración del modo en el que las naciones articulan y ejecutan su política exterior, y los planteamientos del realismo actualizado en el “neorealismo” deben echar mano de herramientas menos lesivas para lograr sus objetivos. En esta línea, Montoya (2012) sostienen que la teoría realista tradicional ya reconoce la cultura como un elemento esencial del interés nacional, por lo que esta debe estar ligada a la política exterior de los Estados, abriéndose un nuevo camino en el que otros elementos pueden ser explotados como activos.
En este sentido, la diplomacia cultural, considerada una dimensión de la diplomacia pública, se ha convertido en una herramienta clave en cuanto el componente cultural de la política exterior de los Estados se ha establecido como un factor esencial a la hora de posicionar la imagen internacional de un determinado país, logrando con esto el entendimiento entre los pueblos e incluso defender o alcanzar los objetivos propios del interés nacional.
El denominado poder blando se yergue como el modo privilegiado por el que las naciones pueden alcanzar sus objetivos sin hacer uso de la fuerza militar o la coacción económica, orientando al mantenimiento de la paz y la seguridad internacional acorde con la prohibición del uso de la fuerza como medio para dirimir los conflictos internacionales, lo que también permite que Estados relativamente pequeños puedan alcanzar una influencia y relevancia internacional que le serían privativas bajo otros marcos relacionales o axiológicos, como los del poder duro.
Para países con las dimensiones de República Dominicana, donde no procede la ejecución de una política exterior basada en el poder duro, es indispensable articular políticas públicas que tengan como propósito hacer efectiva la combinación teórico-práctica de los valores constitucionales, morales y éticos que le dan sentido e identidad, y que esto sea promovido, proyectado en el exterior para aumentar así su influencia.
Por eso, pese al pesimismo que muchas veces nos arropa, República Dominicana cuenta con un sin número de elementos sociales, políticos, económicos y culturales de tal envergadura y trascendencia, que le convierten en un país con un alto potencial de soft power a nivel regional y global. Sólo falta que se apliquen correctamente las herramientas de diplomacia pública y que el poder blando sea asumido como uno de los pilares de la política exterior dominicana.