Muchos observadores internacionales se sorprenden de que en una misma pequeña isla existan dos países tan disímiles en términos económicos y políticos. Es cierto, tan solo San Martín (St. Marteen) en el Caribe, Tierra de Fuego en Suramérica, Irlanda y Chipre en Europa y Nueva Guinea, Malasia y Timor en Asia son islas compartidas.
Esos mismos observadores internacionales se sorprenden ante el mucho mayor desarrollo relativo dominicano con relación a Haití, sin saber que eso no siempre fue así, pues en realidad hasta hace unos cien años Haití nos superaba en términos económicos y en importancia política internacional. En los siglos XVII y XVIII Saint Domingue fue la colonia más rica francesa con sus grandes plantaciones y miles de esclavos, coincidiendo con una colonia española de Santo Domingo tan pobre que vivía del “situado” que nos llegaba desde fuera.
Una vez Haití devino independiente nos dominó durante veintidós años hasta que, a partir de 1844 los ejércitos dominicanos mostraron ser muy superiores a los haitianos. En lo diplomático entre 1884 y 1910 los seis ministros norteamericanos acreditados a Santo Domingo vivían en Puerto Príncipe, pues también eran concurrentes aquí. El Nuncio Apostólico en Santo Domingo, decano del cuerpo diplomático, residía en Puerto Príncipe y fue concurrente aquí hasta 1943.
Comenzamos a acercarnos económicamente a Haití cuando la lucha por la independencia de Cuba provocó muchas inversiones azucareras en nuestro país, pero aún así las estadísticas evidencian que a la altura de 1925 Haití todavía exportaba más y su gobierno recaudaba más que el nuestro y su población cuantitativamente era muy superior a la nuestra.
A principios del siglo XX ambos fuimos ocupados por la Infantería de Marina estadounidense, pero cuando se marcharon de nuestro país en 1924, a los seis años caímos en la cruel dictadura de Trujillo (1930-1961). Al abandonar Haití en 1934 en contraste, pasarían más de veinte años hasta que en Puerto Príncipe dominara una dictadura, la de los Duvalier (1957-1986). Sin embargo, mientras durante los treinta y un años de Trujillo el país prosperó económicamente y pocos dominicanos abandonaron su patria para exilarse, en el caso de la dictadura haitiana hubo mucha fuga de capital, pocas inversiones públicas y el grueso de los ricos y clase media abandonó el país para residir en el extranjero. La mayoría hoy posee dos pasaportes. La clase pensante haitiana hoy vive en Montreal, Miami y París.
Después de salir de la dictadura de Trujillo, aunque tuvimos elecciones libres casi de inmediato, al rato sufrimos una guerra civil y una segunda invasión militar norteamericana. Los años de Balaguer representaron estabilidad, una dicta-blanda, pero durante los últimos treinta años hemos podido celebrar elecciones libres y vivimos en democracia. En contraste, en Haití, después de la caída de los Duvalier la inestabilidad política ha sido continua y trágica con ocupaciones norteamericanas y de Naciones Unidas. En lo económico en Haití hubo turismo entre los treinta y sesenta, mientras en Santo Domingo tan solo se inició en los años setenta y hasta la década de los ochenta había más empleos en zonas francas en Haití que en nuestro país. La diferencia entre la población haitiana y la dominicana ha disminuido mucho en ochenta años y ya ambas rondan en los mismos doce millones. Pero somos hoy mucho más prósperos y estables que los haitianos. ¿Para siempre? ¿Qué implicaciones tendría eso para nosotros?
El gran distanciamiento en los niveles de ingreso entre países geográficamente cercanos crea problemas como lo evidencia la frontera entre Estados Unidos y México y la crisis actual entre los países del norte de África y los del mediterráneo del sur, es decir España, Francia e Italia. El tema migratorio es común en ambos casos.
Hace treinta y cinco años en una conferencia que pronuncié ante la presencia tanto de Juan Bosch como de José Francisco Peña Gómez justifiqué la deportación de haitianos indocumentados, pero con argumentos puramente económicos cuando dije: “Desde el punto de vista económico, su presencia retrasa la transformación de la economía, mantiene esquemas de producción que deberían ir siendo sustituido más rápidamente y detiene el crecimiento del salario real”. Pero nadie me hizo caso, ni siquiera los sindicatos, quienes representan a los más afectados.