Según Balaguer, un buen día del año de 1937 se encontraba el dictador Trujillo en la región fronteriza de Dajabon, rodeado de áulicos, servidores, militares y hermosas mujeres. A la sazón el dictador había ingerido grandes dosis de Carlos I, su coñac favorito.

Conforme al testimonio del Dr. Joaquín Balaguer en su obra Memorias de un cortesano en la Era de Trujillo, el Jefe fue interrumpido por un alto militar que le informó sobre el hurto de un gran número de reses por parte de nacionales haitianos que habían traspasado ilegalmente la frontera hacia territorio dominicano.

La noticia fue respondida con un dramático desplante, al tiempo de impartir, inmediatamente, una de las ordenes más terribles que se halla dado por gobernante alguno: Cursar instrucciones para exterminar sin contemplaciones a todo nacional haitiano que se halle ilegalmente en el país.

Algunos historiadores cuentan que fueron asesinados cerca de 17,000 haitianos, entre ellos mujeres, niños y ancianos, que huían despavoridos ante la cacería. Ciertamente, se trató de un episodio brutal, que no solo enlutó a la República de Haití, sino también, y en cierto modo, a la nación dominicana que se mantuvo atónita durante el curso de los acontecimientos. Pero fue el método al cual apeló una mente criminal para resolver el problema de la inmigración ilegal de haitianos, una orden impartida en pleno siglo XX y que se cumplió fríamente sin escatimar ningún detalle.

Continúa diciendo Balaguer que el genocidio no fue decretado en un momento de locura temporal o en algún estado alterado de consciencia, sino que se trató sencillamente de una orden dada por un hombre fuera de serie que no puede ser medido con la misma vara con que se mide al resto de los mortales. Se trató, en definitiva, de la espantosa solución política que mejor encontró uno de los peores dictadores de la región. En nuestros días sin embargo tenemos de cara a Haití un delicado problema de inmigración ilegal, que supera, a todas luces, la situación vivida durante aquellos años.

La República Dominicana comparte con Haití una misma superficie de aproximadamente 76,192 km2, de los cuales ocupa 48,442 km2. Haití, por el contrario, solo ocupa 27,755 km2 y aun así tiene una población que supera en cantidad a la de la República Dominicana, con once millones de habitantes aproximadamente. Con un Índice de Desarrollo Humano bajo, serios problemas de estabilidad política y con marcados inconvenientes socioeconómicos, el vecino país constituye para nosotros un serio problema de cohabitación en la isla. Claro, no podemos pensar jamás en la solución a la que arribó el dictador en el año preindicado, pero tampoco podemos ponderar la posibilidad de asumir toda la responsabilidad en la asistencia humanitaria de Haití, puesto a que la R.D. no tiene, sencillamente, capacidad para resolver aquellos problemas de nuestra vecindad.

Llegó la hora de entender que Haití crea un clima de preocupación para toda la región, pero más aún para la República Dominicana. Un país vecino que no se encuentra gobernado por un consejo de ministros como se establece en los almanaques, sino más bien por bandas que generan el escarceo y la calamidad, no puede ser otra cosa que un potencial problema para aquel país que, compartiendo el mismo territorio, ha avanzado en años luz en comparación con la desdichada nación.

República Dominicana debe más bien reforzar la frontera, no solo con los refuerzos físicos que se puedan emplear, sino también con un programa de contrainteligencia tendente a monitorear la corrupción fronteriza y migratoria. Necesitamos con extrema urgencia poner en marcha una ardua labor de recogimiento de todo nacional haitiano que se encuentre ilegalmente en el país, devolverlos a su patria y garantizar su permanencia allí, a menos que entren por derecho al territorio nacional. Nuestro país debe preocuparse, sin mayores miramientos, en mantener a largo plazo nuestra identidad nacional, porque de seguir así, y aunque duela decirlo, se estará cumpliendo aquella fatídica profecía que reservaba para el nacional haitiano la posibilidad de elegir gobernantes en el territorio dominicano.