Ismael Hernández Flores, finado abogado, reconocido historiador y maestro de generaciones de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, trata en su obra República Dominicana, Estados Unidos: 1844-1930 (Santo Domingo: Editora UASD, 2015), primer tomo de dos que publicaría, por su muerte a destiempo, sobre las relaciones históricas que se establecieron entre los dos países desde la misma fundación de nuestro país. El segundo volumen abarcaría desde el periodo 1930, fecha del ascenso de Trujillo al poder, hasta 1965.
El investigador delimita bien su estudio. No se distrae. Logra colocar bien sus temas en perspectiva histórica. Los contextualiza. Lejos de reconstruir la historia de la relación de los dos países que estudia, como hacen algunos historiadores conservadores, desde la óptica del amo, que insuflan una agenda política e ideológica sin escrúpulos en sus obras, Hernández Flores, en cambio, se dedica a construir en la conciencia del lector el sentido crítico que se espera cuando de enjuiciar los temas históricos entre aquellos dos países se trata.
Si bien en uno que otro capítulo salen a relucir ciertos rasgos de la personalidad del historiador, no pierde de vista, sin embargo, el análisis de los hechos, acontecimientos, personajes y episodios del modo más frío que le es posible, como cabe a un historiador que respeta el principio de las ciencias históricas.
Hay una constante en esta obra de Hernández Flores, y es la de su condena de refilón a la debilidad de carácter en dominicanos como un gran defecto nacional, la plena conciencia de la condición canallesca por haberle vendido su alma al diablo en un presidente, los modos mentales cerriles, el esnobismo, el doble discurso, la desvergüenza, la perenne falta de institucionalidad y el espíritu de abierta traición de gobernantes nacionales del pasado, incluyendo el previamente apuntado, no solo frente a los Estados Unidos, sino básicamente también ante Francia, Inglaterra y España; igual, su crítica a la condición de lacayos que han observado sectores oligarcas tradicionales en su asociación con dichas potencias, al anteponer sus propios beneficios contra el interés colectivo a lo largo de nuestra historia republicana.
Se adivina en República Dominicana, Estados Unidos que los dominicanos que han detentado el poder, clientelistas y patrimonialistas al fin, siempre han aspirado a lucrarse a expensas de las arcas nacionales, destacándose Báez como su prototipo, sin ningún género de dudas, la quintaesencia del bandidaje político de todos los tiempos, y no como uno de sus descendientes alegremente pretende ahora, que se debe a la “mala prensa” que a su parecer se ha hecho contra la imagen histórica de su prominente ancestro. Con la diferencia de que si el cinco veces presidente jamás renunció a la idea de vender la República Dominicana al mejor postor en beneficio propio y los de su grupo, sus descendientes espirituales, por lo menos, se cuidan de guardar las formas, en los últimos decenios, a niveles tan refinados como sutiles.
No es fortuito que historiadores tanto de derechas como de izquierdas, así como extranjeros, que han analizado las cinco gestiones gubernamentales de Báez hayan coincidido en subrayar el deshonor y la total falta de escrúpulos en su práctica del poder. A juzgar por este manejo fraudulento de la cosa pública, al varias veces presidente de los dominicanos, por lo que parece, no le importó en absoluto el juicio que la posteridad emitiría sobre su persona, y subsumida en él, como el llamado padre de la oligarquía dominicana, la tradicional falta de fe de esta en los destinos nacionales. No sería ocioso, por lo tanto, imaginar qué habría pensado el presidente estadounidense Ulises Grant de las habituales maniobras turbias y truculentas de su homólogo dominicano, si no fuera porque aquel pudo también haberse descubierto frotándose las manos con idénticos bajos instintos. Semejante despropósito llevaría a Charles Sumner, antiguo senador de Massachusetts, a enfrentarlo con firmeza en sus pretensiones por incorporar nuestro territorio a los Estados Unidos. Esta nación, sea por tacto, o sea por indiferencia, rechazó muchas veces el uso imprudente del concepto de la anexión en varios gobernantes criollos, si bien, a decir verdad, por lo bajo jamás renunció a ella por las jugosas ventajas económicas y de posición estratégica que ofrecía.
Tres datos históricos salen a relucir en la obra de Hernández Flores: en primer lugar, el hecho de que tanto Francia, como Inglaterra, y en menor medida, los Estados Unidos, fueron decisivos en haber cortado de cuajo las constantes invasiones haitianas en territorio dominicano, siendo la última la del emperador Soulouque en 1849, a más de impedir que se restableciera la esclavitud en Haití (hasta cierto grado, una forma de reconocer tácitamente que a los dominicanos no nos preocupaba tal restitución por no haber vivido pareja institución con la misma severidad), de utilizar tales invasiones en beneficio propio. Obviamente, los imperios europeos y norteamericano no las veían con buenos ojos, y no exactamente motivados por el bienestar de la República Dominicana per se, cuanto porque tales incursiones les afectaba directamente sus intereses de ultramar.
“El hecho era…”, sostiene Hernández Flores, que “los Estados Unidos no estaban dispuestos a ver con ojos indiferentes que los haitianos ‘derrocharan en una guerra el dinero que debía ser destinado a sus acreedores’”, según cita a Charles Callan Tansill, en el libro Los Estados Unidos y Santo Domingo (Bibliófilos, 1977, 173).
A propósito de Haití, justo es reconocer que supo arreglárselas en aquel entonces hasta donde le dieron sus fuerzas táctica, astuta e inteligentemente, con aquellas naciones, habida cuenta de que aún estaba fresca su condición de haber sido un país de esclavos recién liberados en la Revolución de Saint- Domingue, que no revolución haitiana, por no haber existido como Estado sino a partir de 1804. En segundo lugar, resalta la exhibición del poderío militar con que las grandes potencias chantajeaban para hacer valer lo que entendían eran sus derechos imperiales sobre la isla; poderosas naciones, que apagaron muchas veces sus lujurias encima del profanado cuerpo de estas tierras. Y, en tercer lugar, se pone al descubierto el más descarnado espíritu aventurero y maquinador de Báez y de Grant, este último representado, entre otros, por sus agentes William Cazneau y Joseph Fabens, inexplicablemente dos altos militares norteamericanos involucrados en negocios de corte político, en aras de alzarse con la península y bahía de Samaná, antes que por un interés genuino de anexar la República Dominicana a los Estados Unidos.
Otra figura histórica que igualmente se destaca en este primer tomo de República Dominicana, Estados Unidos es la del tirano Ulises Heureaux. Como se sabe, Lilís fue uno de nuestros gobernantes conocido en la historia nacional por haber firmado un acuerdo de préstamo oneroso con la Westendorp y Cía. sin que aparentemente se haya preocupado que fuera lesivo a la soberanía dominicana. Huelga decir que en idénticos afanes lo había precedido Báez en mayor dimensión con el empréstito que le hizo a la compañía inglesa Harmont, ciertamente el más grande fraude financiero perpetrado contra el Estado dominicano a mediados del siglo XIX, aunque en mucho menor proporción que el cometido en la peor crisis bancaria dominicana que se registra en nuestra historia en los mismos albores del presente siglo, esta vez ejecutado por un empresario y exbanquero que calza su mismo apellido.
Queda demostrado en la presente obra que los Estados Unidos desde temprano estuvieron entre bastidores con sus maniobras en el último gobierno de Horacio Vásquez en el que prepararon el terreno para el advenimiento de Trujillo al poder más tarde. En ese juego metieron a partidos políticos y líderes conservadores y rebeldes como Desiderio Arias. Supieron traérselas en haber camuflado sus verdaderas intenciones en su interés en pro del Brigadier, que como muy bien se sabe, había sido entrenado por ellos en tiempos de la primera ocupación oficial en su academia militar en Haina. En otras palabras, el que resultaría ser el más cruel y sanguinario de los tiranos dominicanos ya había empezado a dar muestras precoces de su personalidad desde los mismos cuarteles en todo el país donde creó las primeras bases del engranaje de terror más aplastante que hayan sufrido los dominicanos en toda su historia.
No es para nada descabellado pensar que los norteamericanos pudieron haberse percatado del don de mando de Trujillo y extraído su perfil psicológico en medio de un país dominado por el caos y con graves problemas de carácter. Desde el punto de vista tanto político como económico, y conocedores del concepto del hombre fuerte en la tradición latinoamericanista, con todo les favorecía un dictador en el poder que garantizara la estabilidad de sus negocios e intereses. De suerte que detrás de la muerte de Olivorio Mateo a principios del siglo pasado, antes que haber sido por la “peligrosa” y “oscurantista” promoción en todo el país de sus “prácticas supersticiosas”, de la misma suerte que el estigma de gavilleros con que etiquetaron a nuestros guerrilleros del Este que lucharon por habérseles enajenado de sus tierras (igual que al líder campesino de San Juan de la Maguana), se escondieron fuertes intereses económicos. Y más si fueron bendecidos por el silencio y la posición tímida y conservadora con que reaccionó la Iglesia católica local aquella vez frente al acontecimiento, tal cual lo haría nuevamente en la segunda intervención norteamericana en suelo dominicano, en esta ocasión, como uno de los principales antagonistas de la guerra de Abril de 1965 por la participación activa que había tenido en el golpe de Estado contra Bosch en 1963.
El discurso de Hernández Flores es mayoritariamente tributario del de Sumner Welles, prominente diplomático norteamericano y uno de los artífices de la desocupación de la primera intervención militar, por el tono aparentemente desinteresado e imparcial con que enjuicia el acontecimiento. Asimismo, es deudor del de Charles Callan Tansill, reputado historiador estadounidense, cuyos pasos sigue en atenerse a la verdad monda y lironda de lo que acaeció con respecto a las relaciones que se establecieron entre la República Dominicana y los Estados Unidos a partir de 1844 hasta 1930. Selecciones de textos de historia de los dos estudiosos resaltan en las páginas del libro, a juzgar por el grueso de las citas que nuestro historiador hace de ellos en su obra más reciente. De los autores nacionales, César Herrera, Félix E. Mejía y Juan Isidro Jimenes Grullón, entre otros investigadores, son tres de los más citados.
Desde el punto de vista técnico, Hernández Flores debió haber hecho una recapitulación de la tesis del libro en su parte final, con la elaboración de conceptos más claros de sus temas como una manera de que el lector los procese y recuerde mejor, a no ser que haya decidido dejarlos para la conclusión del tomo II y último de su obra. Aquí y allá aparecen fallas editoriales, así como problemas de estilo, de puntuación, de deletreos de nombres y vocablos españoles y extranjeros, de construcción y de orden en el discurso, del mecanismo de citas, modelo bibliográfico, y demás, que muy bien se pueden subsanar en el siguiente volumen.
Finalmente, por causa de muerte repentina naturalmente no podremos saber las conclusiones generales a las que habría llegado Hernández Flores sobre su tesis en lo que respecta a las relaciones entre los Estados Unidos y la República Dominicana: 1844-1930, que apuntó a terminar en la presente obra, pero no así desde 1930-1965 por su deceso a destiempo. Sea este trabajo un merecido tributo a la memoria del finado colega y amigo, desbordante de vida y optimismo, hasta el último minuto, seguidor, como barítono, que también era, de la música de Joan Manuel Serrat, y admirador de los poetas Miguel Hernández, Rafael Alberti y Mario Benedetti, y del vino, un devoto empedernido.