El Hospital Psiquiátrico Militar

Otro día, uno de los sargentos profesionales de la residencia me dijo: Sergio, necesito un gran favor tuyo y es que mañana me sustituyas como jefe de guardia en el Hospital Psiquiátrico Militar pues tengo un compromiso ineludible con mi familia y mis compañeros tienen prácticas y no pueden ayudarme. Solo son veinticuatro horas, se entra a las ocho de la mañana y se sale también a las ocho de la mañana siguiente. Al oír la palabra Psiquiátrico no las tuve todas conmigo y unidas a las de hospital y militar aún menos, para mí eran nombres inquietantes, muy inquietantes. Pero ya que me tenía por amigo no podía defraudarle lo cual sería defraudar de paso a toda la clase profesional y acepté.

Al día siguiente a las ocho de la mañana en punto el sargento menos sargento de todos los sargentos tomo posesión como máxima autoridad del hospital durante un día entero ¡Y qué día, señores y señoras, qué día! El sargento saliente me dio unas breves instrucciones y me extendió un larguísimo pliego de inventarios con camas, sábanas, lámparas, enseres de mil clases y también de las armas pues era un recinto militar, después de que lo firmé me dijo: trata de que no falte nada, en especial las armas, pues eres el responsable de todo, dicho esto se fue disparado como un cohete de feria, lo cual no me pareció muy buen presagio de comienzo.

Allí quedé unos momentos sin saber que hacer hasta que una monja ya mayor pero con gran personalidad y energía llegó diciéndome de manera muy simpática: joven sargento usted es hoy el jefe máximo del hospital pero yo soy la que manda aquí desde siempre. No se preocupe por nada pues somos las hermanas las que nos encargamos de todo, de hacer y servir la comida a los enfermos y a los soldados, de lavar la ropa y preparar las camas, de llamar a los doctores, y del inventario, tranquilo, nadie se lleva una verja de púas ni la puerta del hospital al hombro, ni nadie cuenta todos los días los tenedores, vasos y cucharas son muchos cientos, al mediodía le serviremos una buena comida y dicho esto volvió a sus labores.

De inmediato llamé a un soldado veterano para que me acompañara a recorrer las instalaciones. El edificio era un viejo cuartel militar abandonado y habilitado posteriormente para acoger como se pudiera una institución psiquiátrica, su fachada reformada hacía muchos años lucía bien conservada, pero por dentro más que un hospital militar parecía un crudo y desvencijado manicomio.

Visité de manera minuciosa todas sus dependencias y rincones, las salas de enfermos por fuera, los penosos baños, las cocinas, los comedores, la lavandería, los patios…al soldado me iba explicando todo con mucho detalle, le pregunté si el estar en el hospital no le afectaba y me respondió entre serio y en broma que llevaba unos meses destinado y que no podía acostumbrarse a tanta desgracia y que si duraba algunos más tendrían que dejarlo allí como paciente.

A pesar de las muchas carencias que pude observar me di cuenta de la ingente y meritoria labor que realizaban las monjas para mantenerlo en funcionamiento y con bastante orden. Bregar con personas afectadas por trastornos mentales es algo muy serio. Me causaron un gran respeto. A las doce, tal como me indicó la verdadera jefa del castillo me trajeron un manjar si lo comparaba con la comida del cuartel pero apenas pude probarlo por el triste panorama y el impacto me que había causado el recinto.

Después, traté de descansar como una hora pensando que haría el resto de la tarde y armándome de valor decidí volver a las salas de enfermos, verlos de cerca y, si se podía, hablar con ellos, para esta visita decidí como medida de precaución que esta vez me acompañaran dos soldados, el ya conocido y otro también veterano. Bajamos a las salas y no las vimos de paso sino que entramos en varias ellas. El espectáculo no podía ser más desgarrador, al menos para un sargento de veintiún años y que no procedía de las áreas académicas de psiquiatría, psicología, o medicina.

Militares de todas las edades aunque abundaban más los ya entrados en años, de todos los rangos y con todo tipo de enfermedades mentales, esquizofrenia, paranoia y muchas otras, allí permanecían sentados, echados, en posiciones fetales, parados, gesticulando, mudos o hablando solos o entre ellos, deambulando por pasillos y habitaciones, tal cual como se ven escenificados en algunas películas americanas sobre estos temas. Sus ropas ajadas de un blanco-grisáceo-sucio indefinido acentuaban aún más su condición de enfermos mentales. Pude cruzar algunas palabras con algunos de ellos pero no mantener conversaciones más o menos fluidas y normales.

Habían salas que tenían puertas con ventanas y así poder vigilarlos aunque permanecían abiertas de día y algunas más con rejas como en las celdas de las prisiones para los considerados más peligrosos, y que los soldados acompañantes me recomendaban no entrar para evitar cualquier situación desagradable y aún más posible de suceder por el hecho de ir vestido de uniforme.

Ser militar es una profesión más dura de lo que mucha gente pueda pensar. En lo físico por los muchos ejercicios y actividades que realizan sobre todo en sus inicios, instrucciones, marchas, ejercicios físicos… y en lo psíquico por las grandes presiones y soledades que a menudo deben soportar. Ordenar y ser ordenados. Ser vigilantes y vigilados día y noche,. Castigar por faltas y temor a ser castigados. Y con mucha frecuencia sufrir injusticias de sus superiores y grandes frustraciones en su carrera que no pocas veces proyectan de mala manera sobre sus subordinados.

Vivir en cuarteles poco acogedores domando soldados desconocidos y no siempre mansos. Con tensión y casi siempre sin poder expresar lo que piensan o lo que sienten si no está en la línea que traza el ejército. Todos los oficiales sueñan con llegar al generalato o ser héroes pero solo son un corto puñado alcanzan tan alto grado, la inmensa mayoría se quedan en el camino con niveles inferiores. Para ser militar hay que tener mucha vocación, o mucha necesidad material, o mucha ignorancia sobre su real significado.

De una profesión tan compleja, tan estresante, no es extraño que se produzcan con relativa frecuencia casos de trastornos mentales. La naturaleza en unas arteras jugadas biológicas desgarran y matan la vida estando en vida.

En el recorrido ya citado, unos internos que estaban en una pequeña sala me llamaron ¡Sargento! ¡Sargento! ¡Por favor, venga! Me acerqué y entré, eran unos doce o quince y sus miradas y sus gestos me parecieron totalmente serenos. Y sus conversaciones de lo más interesantes. Me contaron que eran Testigos de Jehová y objetores de conciencia. Era la primera vez que tenía noticias de los primeros, estábamos en una España ferozmente católica, apostólica, y militar, aunque de los objetores ya había oído hablar pero no había conocido de manera personal ninguno de ellos.

De inmediato me narraron su rosario de calamidades. No eran trastornados sino que por su religión los Testigos y por sus convicciones los Objetores por sus ideas pacifistas al negarse a hacer el servicio militar los encerraban en ese hospital durante el tiempo que durara el servicio, un año y medio o dos, después los llamaban de nuevo a filas y ante la porfiada negativa los volvían a encerrar por el mismo tiempo, y si volvían a negarse, vuelta con el mismo procedimiento de castigo.

Me dijeron que llevaban tres años y que no sabían cuántos más estarían encerrados porque no pensaban renunciar a sus credos. También me explicaron algo de lo qué consistía ser un testigo de Jehová y sobre lo que entendían por objetores. De lo que más se quejaban y con toda la razón del mundo es que en lugar de enviarlos a una cárcel los tuvieran en un psiquiátrico rodeados de enfermos mentales y que pudieran acabar como ellos.

Supongo que una de las razones de tenerlos y mantenerlos en ese tétrico lugar sería porque aislados de esta cruel manera no podrían convertir a sus creencias a ninguno de los enfermos pero sí lo podrán hacer en las cárceles militares con los militares o soldados presos, o tal vez por lo atroz de esa estancia acabaran aceptando hacer le servicio militar. Al Ejército, siempre tan unido a la Religión, no se le escapa nada cuando se trata de perversidad.

Llegada la noche pasé revista a los pocos soldados que formaban la dotación del hospital, después cené muy poco y no dormí nada en absoluto pensando en tanta desgracia vista y por los gritos y aullidos de verdaderos lobos de los enfermos y que llegaban continuamente hasta mi habitación. Solo esperaba con ansiedad que llegara el amanecer para preparar mi salida. Por un lado pensé que esta dura experiencia en algo o mucho habría de fortalecer mi persona y aún más la comprensión y compasión hacia los que han tenido la mala suerte de sufrir este tipo de enfermedades, como así me ha sucedido siempre.

Por fin llegó el tan esperado relevo, era un sargento profesional que ya había estado muchas otras veces de jefe de guardia y conocía bien los trámites, firmó el inventario y me preguntó cómo me había ido. Le dije que muy bien aunque por mis adentros estaba tan nervioso como un flan recién sacado del molde. La monja jefe tuvo la deferencia de venir a despedirse y a desearme suerte. Se lo agradecí con toda sinceridad.

Lo del cohete de feria del anterior sargento a quién relevé se produjo conmigo pero aún con más rapidez. Salí volando. Solo fueron veinticuatro horas, pero que las he tenido muy presentes toda una vida. En el cuartel las invitaciones y muestras de afecto por parte de los profesionales se incrementaron notablemente hacia el sargento menos sargento de todos los sargentos.

En la próxima ¨entrega¨ y posiblemente la última, tratará de cómo la picaresca militar transformó unos sargentos en inesperados decoradores. Nos vemos.