Cosas del cuartel y de relaciones entre los suboficiales

En la residencia de suboficiales del cuartel tenía asignada una habitación para mí solo que mejor podríamos llamarla un cámara de tortura psico-visual, con una cama pasable, un armario, una mesa central y una pequeña mesita de noche que deberían estar ahí desde la invasión de los bárbaros, además un baño reducido pero suficiente y una luz macilenta, enfermiza, enervante. Sus paredes estaban pésimamente pintadas de unos tonos grises ratón, tan ratón-ratón que te hacían sentir vivir en un nido de estos roedores. Nunca he visto unos grises tan pobres y deprimentes.

De día era insoportable y de noche con la luz pobre y amarillenta parecía un tugurio tipo fumadero de opio de los que salían en aquellas películas de piratas y traficantes de Hong Kong. No exagero. De día muchas veces permanecía con los ojos cerrados por un buen tiempo para que esos grises no me martirizaran más y de noche solía entrar desvestirme, bañarme y acostarme con la luz apagada, me valía de la exterior muy débil que provenía de unos faroles del campamento.

La convivencia entre los sargentos de milicias universitarias y sargentos profesionales también conocidos un tanto peyorativamente como ¨chusqueros¨ porque para desayunar en los cuarteles se servía junto con esta comida una pequeña barra de pan llamada chusco, podía considerarse normal aunque yo sabía muy bien que existían prejuicios más o menos soterrados de estos hacia los otros y de los otros hacia estos.

Los sargentos profesionales, con poca formación básica miraban con cierto recelo a los universitarios con carreras medias o superiores, y éstos los universitarios también veían con cierto aire de suficiencia a los sargentos profesionales que poseían en su gran mayoría niveles culturales muy bajos.

Lo que más les molestaba a los profesionales era que en solo diez meses y en dos veranos los universitarios salían con el mismo grado de suboficiales e incluso el superior de alférez que a ellos les había costado tantos años y esfuerzos obtener, y sobre todo que salvo poquísimos de ellos podrían llegar a ser alféreces y menos aún tenientes, y además permanecerían toda su vida militar en esos rangos.

Por mi parte mantenía una muy buena relación con ellos, los saludaba cordialmente y era al único de milicias al que invitaban a merendar, a tomar unas cervezas, a jugar a las cartas, al dominó, a charlar, pero sobre todo hacía que me contaran sus vidas, sus familias, sus dramas personales, y muy en especial sobre sus experiencias militares que a todos les fascinaba relatarlas. Sin estar muy consciente de ello, les hacía algo así como terapia de diálogo que tanto la apreciaban y necesitaban. Cada uno tenía un héroe más o menos oculto en su mochila, unas cuantas batallitas peleadas y alguna que otra fortaleza conquistada reconocida, o no, y uno o varios villanos que se cruzaron en su amplio historial.

Las que más me gustaba escuchar eran las aventuras en el Sahara, entonces colonia española, con sus nómadas, sus camellos y sus vastas dimensiones llenas de dunas. Dos sargentos que habían servido allí varios años me contaban que entre ambos se comían una cabra entera de una sentada. Yo les decía que eso no era posible que una cabra era mucha carne, y me respondían que las del desierto eran tan flacas que con un poco de hambre y un buen vino bien podían comerse no una, sino dos de ellas. Otro me decía que en ocasiones había tanta escasez de agua que para afeitarse conseguía más fácil una coca cola y con ella se enjabonaba y rasuraba.

Otro sargento me relataba una experiencia más interesante. Durante un tiempo las fuerzas españolas destacadas en ese pedazo de desierto, cinco veces más grande que la República Dominicana y con apenas sesenta o setenta mil habitantes nativos denominados saharauis, muchos de los cuales eran nómadas que vivían hoy aquí, mañana allí y pasado más allá, estaban siendo hostigadas por ataques esporádicos de las fuerzas irregulares marroquíes en una guerra pequeña y sorda, apenas conocida, que causó algunos centenares de muertos por ambas partes. Marruecos siempre había querido recuperar ese territorio colonial en manos de España y lo consideraba de su legítima posesión hasta que lo logró en 1975 con la famosa invasión de la Marcha Verde.

Bien, el sargento prestaba servicios en una plaza militar del interior del desierto que recibía ataques esporádicos, le informaron que esa noche tenía que hacer guardia de la puerta principal junto con dos soldados nativos árabes al servicio del ejército español y que tuviera mucho cuidado con ellos, con frecuencia desertaban o saboteaban las instalaciones militares y le dieron la orden expresa de que ante la más mínima sospecha los matara sin contemplaciones pues podían abrirla al enemigo.

El sargento me contó lo largas y amargas que fueron esas horas vigilando con la mano puesta en la pistola todos los movimientos de los centinelas y la angustia ante la posibilidad de tener que matar dos personas, y que no estaba seguro de si podría cumplir esas órdenes tan dramáticas llegado el momento. Por suerte nada sucedió y acabó su guardia sin complicaciones.

Con los soldados también mantenía buenas relaciones, los trataba con corrección y no era demasiado exigente con ellos, en correspondencia ellos tampoco me complicaban la vida y este respeto se acentuó un día que lleve unas enciclopedias fabulosas que tenía sobre las razas humanas y les enseñaba o mejor dicho descubría nuevos y exóticos mundos desconocidos para ellos, los pueblos Yakutos siberianos, los Ainos primitivos japoneses, Los Vedas de las selvas de Ceilán, los Bantúes africanos, los Bosquimanos cazadores del Kalahari, los Zulús guerreros surafricanos, los Wólof senegaleses considerados los más negros del mundo, las tribus Amerindias, los Esquimales y muchas más. Miraban las fotografías fascinados, casi incrédulos, nunca antes había visto algo así y me hacían multitud de preguntas sobre el tema.

Creo que allí surgió mi vocación de intercambiar conocimientos con otras personas y que he tenido la suerte de practicarla por más de cuarenta años en las principales universidades del país. Sobre los soldados quisiera hacer un último relato.

Teníamos en la compañía uno de raza gitana muy simpático -al pueblo gitano siempre le he tenido admiración por su espíritu de libertad y por saber subsistir con su propia cultura en un mundo que siempre les ha sido tan hostil- este sabía cantar, bailar, contar chistes con mucha gracia… pero lo que no sabía era ducharse.

Un día vinieron varios soldados con la queja de que este ejemplar de secano pues con mucha habilidad eludía los baños diarios obligatorios, no solo olía mal sino que apestaba. Así que mandé buscarlo y ya en mi presencia ordené que entre varios lo cogieran, lo llevaran a las duchas, lo desnudaran, lo enjabonaran y lo restregaran de arriba abajo y de abajo arriba varias veces, lo que se pudo hacer con no poco trabajo pues se resistía como una fiera que la fueran a degollar.

Los juramentos que pronunciaba, las maldiciones gitanas y no gitanas que lanzaba, los procaces insultos que profería no los había oído nunca, uno de ellos ¨curioso¨ por demás, era que se defecaba en toda la Plana Mayor del Cielo citándolos por sus nombres, después lo hacía en todos los Santos y añadía que también en cien metros a la redonda para que no se escapara ninguno de ellos. Vamos, todo un poema de santa sensibilidad escatológica.

A este terrible martirio higiénico lo obligaron día tras día hasta que vigilado siempre de cerca se bañaba por su cuenta aunque nunca de muy buena gana. Los primeros días me miraba con unos toques de enfado en sus ojos oscuros de gitano, pero a la semana las cosas siguieron tan normales como antes. Pero sin ese olor a descuido como decimos los dominicanos.

Hoy se nos ha hecho tarde para continuar con los relatos del sargento menos sargento de todos los sargentos. Mañana o pasado le entraremos de lleno a lo del Hospital Psiquiátrico Militar, espérenlo, pero sin enloquecer.