Las prácticas de tiro y el Sargento Macarro

Durante los campamentos de verano los papaupas de la matica bélica nos llevaron a realizar varias prácticas de tiro con fusil, ametralladora y lanzamiento de granada, y ya se pueden imaginar que el sargento menos sargento de todos los sargentos en eso de la puntería no era un SWAT precisamente. Apuntaba sin mucho empeño para salir del asunto lo más rápido posible, apretaba el gatillo y la bala podía pasar por Luca o Juan Mejía más fácil que alcanzar el objetivo propuesto.

Las armas nunca me han hecho ninguna gracia, las considero una especie de cobardías asesinas fundidas en metal y sazonadas con pólvora, las entiendo solo y escasamente como medios de defensa en casos extremos.

Con los fusiles máuser alemanes de gran potencia y alcance que tenía en ese entonces el ejército español tiré varias veces. En una de ellas se nos evaluaba individualmente frente al capitán y el teniente de la compañía, cuando llegó mi turno disparé una, dos, tres….hasta vaciar el peine de cinco balas, solo una dio en el blanco y no en la diana sino en el extremo superior, fuera de ella. El capitán me dijo: ¡Pero sargento, como puede ser posible que sea usted tan malo disparando! Lo único que se me ocurrió responder fue: Mi capitán es que lo mío es la guerra submarina. Se me quedó mirando sin decir nada ante esa tan poco ortodoxa e inesperada respuesta, pero seguro que pensó que este sargento era el menos sargento de todos los sargentos…y acertó.

Tiré con ametralladoras, una de ellas se le fundió el cañón por el calor de los disparos y del sol abrasador de ese día y lo más seguro por la poca calidad que debía tener esa vieja arma. También lancé granadas que era lo mejor que hacía, las enviaba lejos no por mi pericia guerrera sino porque eran de las que explotaban de inmediato al chocar contra algo duro y se nos advertía de agarrarlas bien porque si las granadas se nos caían de las manos al suelo los desgranados íbamos a ser nosotros.

Ya en el cuartel de los tanques un día fuimos a prácticas de tiro con estos mastodontes de acero. A los sargentos de milicias no se nos dejaba disparar sino solo ver el procedimiento pues no teníamos la práctica necesaria. El teniente que me tenía ya cierta simpatía por lo de las manobras del general chino me ordenó entrar en su carro, allí bien pegado a un lado observé o mejor dicho aguanté varios disparos con el cañón de 75 m.m., A mí me parecía que el tanque se levantaba del suelo en una especie de retroceso, el ruido era un trueno de cielos muy enfadados, la vaina de la bala de casi un metro de larga salía ardiendo hacia atrás y caía en una especie de depósito para su recogida y un humo entraba en el interior que tenía la escotilla cerrada.

Como era más o menos de esperar en esos vejestorios, el extractor de aire no funcionaba y yo creía que íbamos a salir como los arenques ahumados que venden en los supermercados. Por fortuna y por la crisis de aquella época, los disparos fueron pocos, no recuerdo si cuatro cinco pero a mi me parecieron todos los de la primera y segunda guerra mundial juntos. También se dispararon sus ametralladoras pero eso comparado con los cañonazos eran paja para garzas. Por fortuna y por lo costoso de esas prácticas no volvimos a realizar más esos ejercicios de tiro.

En otras maniobras de rutina el sargento Macarro me llevó en su carro y a su lado no sé si por un gran afecto que me demostraba por mi juventud y porque yo no representaba ninguna competencia para él, o lo más probables era por una sabia precaución de que yo no fuera en el mío pues en ese caso cualquier cosa rara pudiera suceder.

Macarro era un hombretón grueso- corpulento de unos cincuenta años, casi no cabía por las escotillas de los tanques. Había sido sargento durante cinco siglos y lo sería otros cinco más. Llegó a ese grado siendo cabo y un carro le pisó unos dedos del pie derecho y lo dejó cojo aunque no lo suficiente para retirarse, y el ejército lo premió a su manera ascendiéndolo.

Macarro era la encarnación del sargento profesional que amaba su cargo y el ejército por encima de todo. Era toda su vida. En el cuartel decir sargento era decir Macarro. Pero era un sargento de los ¨de antes¨ estricto, malgenioso, muy tosco en su habla extremeña un tanto ronca y en sus parcos y lentos modales, feroz con los soldados, los castigaba, los insultaba por cualquier falta por pequeña que fuera y con frecuencia los abofeteaba.

Los pobres agredidos no podían reclamar por nada ni ante nadie. El ejército era así, los superiores y sobre todo los suboficiales hacían lo correcto para mantener la disciplina y por ende callaba ante esos excesos. A Macarro le obedecían al instante, llenos de temor y sin vacilación alguna. Por todo ello el odio que le profesaban en justa moneda de pago era enorme aunque sabían reprimirlo hasta que en un momento determinado como veremos, reventó.

Al regresar de dichas maniobras veníamos contentos porque según los jefes se habían realizado correctamente. A mí me encantaba ir montado en los carros de combate, era mucho mejor y más cómodo, por lo menos en tiempos de paz, que ir cargado como en la infantería con el fusil, la bazuca, o el equipo de telefonía en las espaldas cruzando llanos, ríos, valles o montañas todo el santo día y acabando hecho un puro puré de papas.

En la marcha llegamos a un punto donde el terreno durante un tramo de unos cien metros era muy irregular, como lleno ¨policías acostados¨ muy altos. estrechos y profundos. El conductor en ese preciso momento lugar de aminorar la march aceleró fuertemente y el tanque comenzó a vibrar, a dar saltos y moverse de tal modo que si no nos llegamos a sujetar fuerte y a tiempo hubiéramos podido salir disparados fuera de la escotilla cayendo entre las cadenas y quedando hechos picadillo de sargentos, listos para freír y enterrar.

El sargento Macarro con la cara roja de rabia, como pintada de guerrero apache en son de guerra, me dijo: ¡Verás cuando lleguemos! !Verás cuando lleguemos! Y en efecto al desmontarnos cogió al conductor por el cuello y vi cómo le asestaba una serie de puñetazos bestiales en la cara hasta hacerlo sangrar abundantemente por la nariz y la boca, además de arrestarlo por varias semanas.

Al día siguiente, el pobre conductor vino a verme con la cara hinchada llena de moretones y me dijo, sargento perdónenos por lo de ayer, no tenemos nada contra usted, a usted lo respetamos mucho porque es bueno con nosotros, pero lo que queríamos era que el hijo de p. del sargento Macarro cayera fuera y que las cadenas o las ruedas lo destrozaran, es lo menos que se merece, por lo que más quiera no se lo diga. Tal era el extremo que llegaba el odio acumulado por su tripulación y por los demás soldados de la compañía. Esta pequeña pero dura conversación nunca llegó a oídos del Gran Macarro.

Bien, legamos al final de esta quinta ¨entrega¨. En la próxima lo del Hospital Psiquiátrico Militar, no se la pierdan porque hay cosas como para volverse locos.