Las maniobras en honor al general chino

Un día volví a notar que los mecánicos estaban reparando o dando mantenimiento a los carros de combate defectuosos que eran la mayoría a toda velocidad, señal de que algo se cocinaba en el caldero de los altos mandos. En efecto, a los pocos más nos avisaron que debíamos prepararnos para unas maniobras que realizaríamos en honor de un general chino que visitaba aquella España tan aislada de la postguerra y en las que participaban varias compañías de tanques aún gastando mucha de la escasa gasolina disponible, pues había que deslumbrar a tan importante personaje.

Era el hijo de Chiang Kai Shek, el jefe del famoso Kuomitang rebelde que se opuso a Mao Tse Tung y pudo salvarse por los pelos al refugiarse en la entonces isla de Formosa que se convertiría después en la actual laboriosa Taiwan ¡Imagínense un general hijo de un chino anticomunista, un héroe por definición aunque no hubiera pegado un solo tiro en su vida! ¡Un combatiente del perverso, disociador y ateo del comunismo ruso y por mal contagio también de China! Si el general hubiera sido católico y, aunque chino y amarillo, lo hubieran canonizado por lo menos con el grado de beato.

Bien, llegado el día de las maniobras el teniente de la compañía quiso que yo fuese su ayudante y me colocó a su lado en la torreta del carro de combate que comandaría nuestra compañía. Yo creo que lo hizo más que confiando en mis habilidades guerreras que le pudiera aportar, por puro miedo a mi ¨insabiduría¨ militar ya demostrada en los exámenes de pelotón, no fuera a ser que metiera la cadena (la pata) y produjera algún inconveniente o desastre.

Comenzaron las maniobras, docenas de tanques por aquí, docenas de tanques por allá, a la derecha, a la izquierda, recto, de nuevo a la derecha… y siempre pisoteando unos grandes campos sembrados de trigo… la verdad es que no sabía si se estaba conquistando de nuevo el Berlín de Hitler o luciéndose con mil piruetas delante de las novias.

Yo iba de total espectador, sin pronunciar palabra, mirando todo aquella parafernalia de acero caminante, de pronto la unidad que iba a nuestra izquierda se le salió la cadena del costado derecho que corrió sola y por su cuenta unos cuantos metros y el tanque se quedó varado definitivamente. Otro, también a la izquierda -¡esa maldita izquierda!- se averió y tuvo que quedarse atrás inmovilizado y así algunos más de las otras compañías. En mi imaginación yo decía que eran las bajas producidas por el enemigo.

Recordemos que eran tanques vetustos, con un cuarto de siglo o más de servicios, desgastados en la segunda guerra mundial, en la de Corea y después en Vietnam, si funcionaban aún era por porque la necesidad hace milagros y el mucho empeño de los mecánicos que no paraban de manosearles las tripas.

Pero miren ustedes por dónde, el menos sargento de todos los sargentos tuvo un papel importante en ese evento hispano-chinesco. Un papel penoso, pedestre -ya veremos por qué pedestre-, casi rastrero para un ejército más o menos moderno, pero importante en esos ¨bélicos¨ momentos.

El carro en que íbamos como a la mitad de las maniobras su radio dejó de funcionar creando un serio problema de comunicación pues toda nuestra compañía dependía de las órdenes del teniente. Así que me pidió que yo fuera el mensajero que llevara dichas órdenes a los otros carros. Nuestro tanque se paraba, el sargento menos sargento de todos los sargentos salía de la lata y recorría a pie o corriendo cientos de metros entre los carros de combate en marcha teniendo mucho cuidado que no fueran a dejarme más plano que un sello de correos, los mandaba parar y daba las instrucciones a los que estaban a mí alcance.

Que avancen más rápido, que se desplieguen los de la derecha y los mensajes se pasaban después por las radios que pudieran funcionar. De vuelta al carro y al cabo de otro rato, lo mismo, a apearse de la lata y a pisar hormigas. Así estuve haciendo de enlace pedestre una buena parte de las maniobras recorriendo unos buenos kilómetros al estilo de Filípides el corredor que llevó el mensaje de la victoria de los griegos sobre los persas en la legendaria batalla de Maratón, dijo ¡Niké! (¡victoria!) y falleció por el esfuerzo realizado, por suerte yo sobreviví gracias a que procedía de la infantería y además era montañero de afición y estaba acostumbrado a marchas largas.

De regreso, ambos caballeros carristas andantes estaban contentos, el teniente don Quijote porque decía que todo había saldo bien en la gesta contra los imaginarios molinos de viento enemigos, y el sargento Sancho Panza, el menos sargento de todos los sargentos, que al igual que los caballos de alquiler volvía rápido para su pesebre a descansar.

En un momento inesperado la antena del carro que era muy alta y por cierto estaba a mi lado, chocó con un cable de alta tensión y ¡¡chaskkk!!, un fuerte ruido y un fogonazo al igual que un pequeño relámpago y literalmente todo artilugio radial desapareció.

Por fortuna no nos pasó nada, tal vez por el llamado efecto de loa caja de Faraday al estar dentro del tanque nos aisló o porque el general chino en lugar de traernos un chofán de su lejano país nos trajo un plato con galletitas de la buena suerte. Siempre pensé que si yo hubiera comandado el carro el combate y me hubiera pasado lo de la antena hubiera sido el sargento menos sargento de todos los sargentos ¡con fucú!

Y aunque no lo crean el teniente me felicitó muy efusivamente por el servicio prestado y me dijo que por mis notables cualidades pedestres, que no se las imaginaba, mejor debería haber seguido en infantería. El capitán estaba también muy satisfecho porque los generales habían dicho que las maniobras fueron un éxito y enviaron sus parabienes a todas las compañías.

Un par de días después apareció el dueño de los campos de trigo reclamando a gritos y con muchos aspavientos una justa reparación de los daños sufridos por las maniobras en sus cultivos y que fueron muchos pues los tanques, como Atila, donde pisaban no volvía a crecer las siembras, al menos por un buen tiempo.

Nunca supe si al agricultor le resarcieron las cuantiosas pérdidas, pero le pagaran o no, él había sido el verdadero perdedor de aquella gran batalla sin ningún enemigo visible.

Para la quinta ¨entrega¨ y si los pocos lectores aún sobreviven viene otros relatos de tanques y del Hospital Psiquiátrico Militar. De nuevo y como dicen en los anuncios ¡No se los pierdan!