Las clases de Pelotón y la revisión de los tanques

Como a las dos semanas de entrar en el campamento se nos avisó que deberíamos acudir a unas clases que nosotros las bautizamos ¨de Pelotón¨ porque se centraban en cómo debe maniobrar y comportarse un pelotón de tanques en caso de guerra ya que era la unidad militar que los sargentos y alféreces comandábamos. El primer día me aburrí como una ostra sin dinero en un domingo con el bar y el baile cerrados.

Para mí era realmente insoportable, que si se tenía que observar al enemigo, avanzar, retroceder, maniobrar y desplegar de esta forma o de la otra y se llegó al colmo cuando el ¨profesor¨ queriéndose lucir dijo: la Geodesia es la ciencia que trata de …. de…. de…. al tercer de…. que demostraba una ignorancia primaria de lo que quería enseñarnos uno de los sargentos alumnos añadió… de la figura y forma matemática de la Tierra, es muy útil para trazar los mapas. Una sonrisa interna de ridículo y mordaz apareció en cada uno de los asistentes.

Al segundo día me encontré con un bizcocho en la puerta de la clase, mi amigo de carrera, Jesús V., que lo habían encargado pasar la lista a los asistentes al rollo del Pelotón. Jesús V. era un tipo también de los menos sargentos de todos los sargentos que me hacía competencia en esa área pero no me ganaba, muy curioso.

Cuando lo conocí en la Escuela Social de Madrid lo miré a la cara extrañado pues sin saber bien por qué había algo raro en ella, él viendo mi curiosidad en su rostro, señaló con su dedo índice primero un ojo y dijo: este es rojo y después lo mismo con el otro añadiendo: y este es amarillo, y en efecto tenía el derecho rojo-rojo de verdad y el izquierdo amarillo-amarillo también de verdad sin mezclas o medias tintas. Estaba acostumbrado a este tipo de presentaciones. Nunca en mi vida he visto otro fenómeno así.

Bien, el caso es que acordamos que me pondría presente todos los días aunque no asistiera y así las dos horas robadas a la ciencia guerrera serían para mi asueto. Y así fue, después del desayuno en lugar de entrar en la clase ¨pelotonal¨ me escabullía disimuladamente en mi habitación de paredes gris ratón-ratón a leer, a echar unas buenas siestas matutinas ¡maravillosas! o a lavar mi ropa interior como buen amo de casa.

A la semana Jesús V. me dijo, Sergio, mañana tienes que asistir hay examen final de Pelotón. Tuve que presentarme y ya se pueden imaginar mis respuestas a las preguntas que formulaban en el cuestionario, verdaderos disparates de lo más disparatosos, no tenía la menor idea del bendito Pelotón.

Con toda seguridad me reprobaron y supongo que para no tener que degradarme o darme de baja de sargento para vergüenza de la compañía al día siguiente me enviaron sin avisarme un comandante para hacerme otro examen, esta vez oral en medio del patio del cuartel y frente a mis compañeros.

El comandante era un hombre que aparentaba ser una buena persona, como cansado de tanto ser militar, ya entrado en años, con las cejas y el pelo blanco, un poco encorvado, de movimientos algo torpes, la nariz muy roja y la voz aguardentosa que denotaba ser o haber sido amigo íntimo o tal vez hasta socio del dios Baco.

La verdad es que me hizo unas preguntas casi infantiles y además de infantería, me decía ¨que hay que hacer en este caso…¨ y los compañeros que estaban detrás del comandante con señas me indicaban con gestos que saltar y yo respondía ¨pues saltar¨ y el comandante continuaba: Sí, saltar el obstáculo, muy bien. Otra pregunta, ¨qué hay que hacer en este otro caso¨ de nuevo los apuntadores de aquel pequeño teatrillo me ¨soplaban¨ echarme cuerpo a tierra y yo respondía ¨ cuerpo a tierra¨ muy bien, muy bien y así siguió con varias preguntas más en el mismo tono, total como resultado de mi gran sapiencia de ignorancia militar me permitieron seguir siendo el sargento menos sargentos de todos los sargentos.

Al cuarto o quinto día de ingresar en el campamento nos avisaron sobre una inspección que los norteamericanos iban a llevar a cabo de los tanques pues eran de su propiedad y el ejército español los tenía solo a título de cesión. Yo había notado que los estaban reparando, pintando y acicalando febrilmente y era para tenerlos a punto y más o menos presentables para tan importante ocasión, había que demostrar que el ejército español era cuidadoso y eficiente.

Llegado el momento, a mí, que no había estado ni en el interior de uno de ellos, me colocaron en la torreta de un T4-Sherman grandote que me parecía más un portaviones, asomando medio cuerpo en posición de firmes, con la mano derecha agarrada en su borde y con órdenes de mantener la mirada al frente y no moverme ni un pelo, tal como salen en los desfiles militares y en las películas de guerra.

A lo lejos apareció un jeep conteniendo dos peces muy gordos, un general español y otro general norteamericano que pasaban despacio, muy despacio, chequeando detenidamente la fila interminable de carros de combate alineados correctamente para esos fines.

El jeep pasó los diez primeros, los diez segundos, los diez terceros y en el número treinta y seis, justo delante del mío, ni uno antes ni uno después, paró, y el general español que tenía una cara de perro de malas pulgas para esas circunstancias me ordenó ¡Sargento ponga en marcha el carro de combate! Yo, que como señalé antes solo los había visto desde lejos me dio un corrientazo por todo el cuerpo pues no sabía si arrancaba echándole papas o zanahorias o dándole vueltas con las manos a una manilleta como los vehículos antiguos.

De inmediato me metí en el interior y le di la orden a los tripulantes y su repuesta me sacudió no con uno sino con diez corrientazos: nosotros llevamos unos días en el cuartel y no sabemos cómo arranca este trasto. Salí al exterior de la torreta y me quedé frente a los peces gordos petrificado literalmente, no podía decirle que no teníamos idea de cómo funcionaba el monstruo aquel.

De nuevo el general con una orden imperiosa llena rabia me increpó ¡¡¡ Sargento le he ordenado que lo ponga en marcha!!! No sabía qué hacer solo pensaba que lo menos que me iba a suceder era fusilarme tres veces o pasarme seis tanques por encima de ñapa, a todo esto el general norteamericano le decía a su colega español que continuara la inspección y éste en tono empecinado le decía ¡el carro funciona, el carro funciona!

Así las cosas los oficiales de mi compañía se habían percatado del incidente y unos momentos después un teniente y un alférez vinieron en mi ayuda, entraron y por fin lo pusieron en marcha.

Pero ese era el día de mis desgracias y la cosa no acabó ahí, ni mucho menos, al arrancar el tanque y hacerlo girar para que vieran que no solo prendía sino que rodaba, de entre las cadenas salió disparada una botella grande de cerveza, vacía. que algún soldado la escondió en ese lugar –luego supe que era una mala costumbre de ellos- y se estrelló como a tres metros del par de generales con un buen estruendo ¡!craaasssshhh!! que a ellos los dejó sorprendidos y a mí aterrorizado.

Ahí pensé que además de los fusilamientos y los tanques por encima mis restos los iban a mandar de por vida al penal militar de Mahón en Menorca famoso no por sus churrascos a lo argentino sino por su extrema dureza.

El general español con un pésimo talante y su cara enrojecida mandó continuar la marcha. No volvieron a pararse delante de ningún otro carro más. Parece que con el espectáculo visto ya tuvieron suficiente.

Al día siguiente y como ya esperaba un compañero me dijo: el capitán te mandó a llamar y añadió, ojala que no te metan un ¨puro¨ (castigo o arresto) muy grande.

Entré en el despacho: A sus órdenes mi capitán. Sargento, que pasó ayer con el carro por qué no pudo arrancarlo. Mi capitán, solo llevo cuatro días en el cuartel, nunca he entrado en ninguno. Y la tripulación por qué no lo ayudó. Por la misma razón, mi capitán, son todos novatos, se incorporaron el mismo día que yo. Y la cerveza quién la puso ahí. Tampoco lo sé, mi capitán, ese carro no estaba bajo mi mando, solo me ordenaron subirme y colocarme en la torreta, si lo estuviese lo habría revisado de arriba abajo, afirmé como un ¨farol¨ de jugada de pocker.

El capitán se quedó en total silencio un medio minuto que me pareció un medio siglo, mirando primero a la carpeta que estaba encima de su escritorio y después mirándome a mí, y cuando ya esperaba el ¨puro¨ o mejor dicho ¨el purazo¨ dijo: ¡Qué se jodan esos americanos! ¡Retírese sargento!

De nuevo el sargento menos sargento de todos los sargentos volvió a ser lo que en verdad era y quería ser: el sargento menos sargento de todos los sargentos. En la cuarta ¨entrega¨ viene con unas maniobras con los benditos tanques ¡No se la pierdan!