El cuartel

Una vez terminados los dos veranos de milicias salí con el grado de sargento de complemento de infantería y para que no me enviaran a las duras plazas españolas de Ceuta o Melilla en el norte de África, o las peligrosas de Sidi Ifni y Villa Cisneros en el Sahara Occidental donde por esa época habían combates frecuentes con las tropas irregulares marroquíes y enviaban allí a los peores números de promoción y yo lo era, solicité un año de excedencia para hacer el periodo de prácticas de cuatro meses de duración.

Esta excedencia me valió un grado de antigüedad en el servicio y la ventaja de poder elegir el lugar donde realizarlo. Solicité la plaza de Madrid, donde vivía en esa época y me enviaron a un cuartel en Campamento una zona casi a las afueras de la cuidad llamada así por la cantidad de instalaciones militares que allí había.

Al llegar al cuartel me quedé poco menos que helado -además que era pleno inverno- al ver que se trataba de una unidad de carros de combate ¡¡de la Legión!! (por entonces los militares no podían decir tanques pues era una palabra extranjera y por añadidura inglesa) unos escalofríos me bajaron por la espalda pues no sabía que era peor si África o la Legión pero haciendo corazón de unas tripas revueltas seguí las órdenes recibidas y me incorporé resignado a lo que me pudiera suceder.

Al día siguiente un coronel nos recibió a los nuevos alféreces y sargentos de milicias universitarias incorporados y nos dio la bienvenida con un clásico sermón patriótico diciendo además que nos olvidáramos ya de nuestro nombres y apellidos pues a partir de ese momento tendríamos otros muy prestigiosos: Caballeros Legionarios Carristas. O sea me cambiaron sin permiso alguno el de Sergio por el de Caballero y los apellidos catalanes de Forcadell Feliu por los de Legionario Carrista.

Así, sin quererlo, sin sospecharlo, sin pelarlo ni cocinarlo el sargento menos sargento de todos los sargentos era todo un sargento legionario y de la Brava Legión Española como así se auto denominaban sus miembros. Como decía cantando el borracho que se encontró con el revólver de Pedro Navaja cuando lo mataron: la vida te da sorpresas… sorpresas te la vida.

El cuartel tenía unos cincuenta tanques de procedencia americana, creo recordar del modelo Sherman que habían participado en la guerra de Corea con más de veinticinco años de antigüedad, y más mundo recorrido que un centenar de zapatos de peregrinos viejos, cedidos que no donados a España en compensación por la instalación de una base aérea en Torrejón de Ardoz, una localidad cerca de Madrid. Fue el cambio de los espejitos de cristal por figuras de oro tal como había sucedido con los indios siglos atrás pero ahora los listos eran los norteamericanos y los tontos los nativos hispanos.

La unidad era de las llamadas de Primera Alerta, es decir si algún lío interno o invasión externa sucedía era de las primeras en entrar en combate, la verdad es que no sabía cómo lo podrían hacer pues cuando se realizaban las prácticas de la cincuentena de tanques apenas unos diez o quince podían arrancar e iniciar la marcha. Más parecía un almacén de chatarra que una unidad militar de alerta.

Por aquellos entonces España sufría una severa crisis y la gasolina estaba bastante restringida y aún más para los tanques que la consumían o mejor dicho la bebían en grandes cantidades como si fuera su cerveza petrolera de barril preferida por lo que en los cuatro meses que estuve fueron muy pocas veces que salimos a realizar ejercicios a campo abierto.

Pasábamos más tiempo sentados en un muro viendo como daban de comer a unos cerdos que se criaban dentro del cuartel con los desperdicios de las comidas de los soldados que manejando los carros de combate. Era más técnico en crianza de puercos que un experto carrista.

Por cierto, el sargento menos sargento de todos los sargentos ¨comandaba¨ tres tanques, era todo un general Patton microscópico con un par de galones en las mangas en lugar de cinco estrellas en las hombreras. Sí, sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas.

Como el ocio es la madre del vicio, según dicen, cuatro o cinco sargentos de milicias nos metíamos en un carro de combate con la excusa de inspeccionarlo, cerrábamos la escotilla y allí un tanto protegidos del aire del helado del mes de enero madrileño jugábamos a las cartas, comíamos bocadillos o picaderas, bebíamos vinos y cervezas, contábamos chistes o cantábamos las poco santas canciones aprendidas en el campamento, y así pasábamos una buena rodaja de la mañana.

En el exterior dejábamos un par de soldados vigilando y cuando venían los sargentos o los oficiales profesionales nos avisaban con tiempo, escondíamos los restos de los sabrosos cuerpos del delito que hubieran quedado y salíamos dando órdenes para disimular para que se viera que estábamos trabajando: Este carro hay que limpiarlo mejor, el visor está bien, conductor ¡revise sus mandos! …

En la tercera ¨entrega¨ veremos unas anécdotas con muchas chispas dentro del cuartel y con los tanques en plena acción ¡no se las pierdan!