A mí, eso de ser militar no me gusta nada -respetando los que lo son por vocación o necesidad- por muchos motivos. No concuerdo primero con los ejércitos porque, sean para atacar o para defender, como dice la alocución latina ¨si vis pacem para bellum¨ (si quieres la paz prepara la guerra), pues en primera y última instancia están hechos para matar a los llamados enemigos que son los soldados contrarios y de paso los civiles, mujeres, niños, ancianos y a todo lo que se ponga por delante, casas, edificios, cosechas, animales.

Los ejércitos son el símbolo de que la humanidad, no obstante los impresionantes avances tecnológicos y mentales acaecidos en este siglo y el pasado, no ha evolucionado todavía lo suficiente para vivir con hermandad y tranquilidad de una vez por todas, como debería ser.

Otra razón es que no me gusta ir uniformado todo el santo día con un traje y un gorro casi siempre verde oliva o marrón tierra de dudoso corte y elegancia, prefiero ir en bermudas frescas, las cómodas camisetas chinas, un polo-shirt Lacoste con su cocodrilo bordado para presumir o los chulos y costosos trajes de Armani si es que puedo comprarlos.

Así mismo tampoco me gusta mandar a cada momento o ser mandado, órdenes para desayunar, para desfilar, órdenes para disparar, para comer, para cenar y hasta para hacer pipí y popó. Para eso ya tengo a mi mujer que lo hace mucho mejor y no me arresta si no las cumplo debidamente, con un ligero regaño basta.

No obstante esta oposición a las cosas militares tengo que confesar que, por ironías del destino, durante un corto tiempo fui sargento de complemento del ejército español. Posiblemente el sargento menos sargento de todos los sargentos que hayan existido en toda su dilatada historia guerrera. Y eso en lugar de avergonzarme, como le pasaría a la mayoría, me complace en gran manera pues tengo un fondo de pozo existencial muy democrático y además bastante anarquista y por ende detesto el excesivo orden cuando es impuesto.

Como todos los que han hecho ¨la mili¨, como le llamábamos entonces al servicio militar obligatorio, uno siempre tiene anécdotas, relatos, casos cómicos o no tan cómicos que contar: sobre el teniente pavo real que se creía un general cinco estrellas, sobre lo mala que era la comida, o sobre el arresto por llegar al cuartel pasada la hora convenida. Con el permiso de ustedes, amigos lectores, les contaré alguna de ellas para que vean cuantas cosas raras pueden ocurrir.

Primero déjenme explicarles cómo iba el asunto de ¨la mili¨. Había tres formas de reclutamiento, primero el método llamado voluntario, uno se inscribía sin que lo tuvieran que llamar a filas con la ventaja de que se podía elegir el cuerpo armado, muchos de ellos lo hacían en Aviación donde las cosas eran bastante más suaves y el uniforme era de un azul muy serio con ciertos aires de diferenciación.

La segunda forma era el obligatorio, recibías un llamado y te enviaban a los cuerpos de ingenieros, artillería, infantería… pero siempre a un pequeño o gran infierno terrenal, y el tercer reclutamiento eran las llamadas milicias universitarias que gozaban de un régimen especial para los estudiantes de carreras. Mientras los otros estaban dieciocho meses o dos años de servicio y los de marina hasta más, los universitarios cumplíamos solo diez divididos en dos periodos cada uno de tres meses y uno final llamado de prácticas de cuatro meses.

Los primeros se cumplían en dos veranos consecutivos para no romper los cursos académicos regulares y el último una vez finalizada la carrera. Además salías con el grado de Alférez (último grado de oficial) o de Sargento (primer grado de suboficial) según lo aplicado que fueras y espíritu castrense que demostraras. De unos cuatro mil trescientos que éramos en mi promoción yo estaría entre los últimos cien.

Nos ponían a estudiar cosas de balística con fórmulas de física y matemáticas y eso no era lo mío, y sobre el espíritu castrense la verdad era un ¨desespirituado¨ doble, primero por la aversión a todo lo militar y segundo porque a mí el dictador y asesino Francisco Franco me caía como un pisotón de una persona gorda en un doloroso juanete.

El campamento estaba instalado en unos extensos predios rurales en Robledo, cerca de La Granja en la provincia de Segovia a noventa kilómetros de Madrid y convivíamos una docena de soldados en cada tienda de campaña. Por la mañana, después del desayuno, nos forraban durante horas a pisar hormigas, es decir a hacer la instrucción, maniobras, derecha, izquierda, alto en, marcha, cuerpo a tierra, saltos de muros y trincheras, marchas extenuantes de veinte kilómetros, maniobras nocturnas, prácticas de tiro con fusil o ametralladoras, lanzamiento de granadas, y todo lo que los jefes y oficiales pudieran inventar para entretenerse jugando con sus soldaditos de plomo.

Por la tarde nos llevaban al ¨Llano amarillo¨ un enorme campo totalmente plano que en verano el sol calcinante convertía la hierba en paja quemada -de ahí su nombre- y durante dos o más horas los oficiales nos arengaban por compañías con discursos patrióticos sobre lo importante que era el ejército, el necesario amor a la Patria, lo bueno que era el régimen, lo grande, valiente y santo que era Franco que por eso le habían dado el título de Caudillo de España por la Gracia de Dios (aunque algunos decíamos que lo era por el Gracioso de Dios) que España había sido el gran imperio y todos los rollos adoctrinadores y adormecedores que se pudieran imaginar.

Mientras tanto permanecíamos sentados en el duro suelo sin poder movernos ni cambiar de posición y bajo un sol abrasador y acabando las letanías con las posaderas duras como piedras. Para tratar de sobrevivir muchos llevábamos un puñado de ¨jamón de mono¨ que así le llamábamos al maní por lo mucho que le gustan a estos animales y cuando entendíamos que no nos veían los oficiales nos los lazábamos a la boca y lo masticábamos con disimulo porque si nos pillaban venía sin falta el castigo posterior.

Después de la torturadora retórica militar había un descanso hasta la cena en la que casi invariablemente, noche tras noche, se nos servía bacalao ¨fresco¨ en rodajas (no el seco y salado) al que lo llamábamos ¨la boa¨ por su parecido ese tipo de reptil.

Por la noche a dormir en los duros petates -camastros militares- o a hacer guardia entre sombras, movimientos de ramas y ruidos extraños que tanto nos inquietaban mientras hacíamos de centinelas hasta la hora del relevo.

En la próxima ¨entrega¨ relataremos la extraña circunstancia de cómo sin quererlo, comerlo o beberlo pasé de ser un pisa hormigas de infantería aun legionario de esos de ¨brava legión¨. Hay una serie de anécdotas a mi entender bastante curiosas y sabrosas, no se las pierdan.