En la calle Espaillat 55 establecimos el primer comando del Partido Socialista Popular. Esta es una vía muy significativa no solamente por ese motivo, sino por la masacre estudiantil que tuvo lugar allí el 20 de octubre de 1961. No fue casual que en esa casa estableciéramos nuestro comando, pues ahí vivía Buenaventura Johnson, revolucionario de vieja data, uno de los hombres que lucharon contra Trujillo desde 1946. Fue apresado varias veces. Desde antes de empezar la lucha él y yo éramos socios en un pequeño negocio de reconstrucción y venta de neveras, que operaba en el primer piso de su casa.
En ese lugar duramos apenas unos días, pues luego de la invasión norteamericana el día 28 de abril, y después de varias jornadas de combate, las tropas invasoras ocuparon la parte norte de la ciudad. Eso motivó a que la vieja dirección del partido decidiera preservar la organización a toda costa y, aprovechando que yo dormía agotado, ordenaron desactivar el comando sin comunicármelo. Justo en el momento en que estaban recogiendo las armas me desperté indignado y las monté en un carro de la madre de Lourdes Contreras, quien luego sería mi cuñada, para llevarlas al estudio fotográfico de Milvio Pérez.
A consecuencia de la actitud asumida por la vieja militancia del PSP a inicios de la Revolución, se creó un movimiento entre los jóvenes y, en plena lucha, la dirección fue depuesta, mientras Narciso, con apenas 23 años, fue electo Secretario General de un partido reconocido por la Internacional Comunista. El PSP pasaría a llamarse después Partido Comunista Dominicano (PCD).
Al día siguiente de haberme llevado las armas, junto a Manolo González comenzamos a armar a los miembros del comando, con la diferencia de que, en vez de agruparlos a todos en una sola instancia, los repartimos en varias de las células que ya existían. Desde que desembarcaron, los norteamericanos empezaron a lanzar volantes por toda la ciudad, desde un avión, acusando a los comunistas, entre ellos a mí, de haber infiltrado la Revolución.
Los invasores empezaron con una lista de 15 personas, que luego ampliaron hasta llegar hasta 53. Ahí estaba la mayoría de los dirigentes del PCD. Narciso y yo estábamos incluidos desde la primera lista. La redistribución de nuestro grupo se hizo no solo por la seguridad de la dirección, sino también para evitar que nuestros combatientes se convirtieran en un blanco fácil. Por eso era conveniente integrarlos en varios comandos, lo que además nos permitiría aumentar nuestra influencia en el movimiento revolucionario.
La dirección militar del Partido se instaló en el Comando San Lázaro, donde pasamos la mayor parte del tiempo que duró la Revolución. El comandante era Norberto Roca, un joven de la zona, tranquilo, valiente y muy reflexivo, que nos tenía gran estima y detestaba cometer errores. Con Manolo y conmigo se instalaron José Manuel Meléndez (Melendito), Justino José del Orbe, su esposa Altagracia, Clara Tejera y la esposa de Manolo, quien fue una hermana para mí. Altagracia y Clara cocinaban los alimentos que podían conseguir, pero lo hacían muy bien.
En ese comando estaba mi primo Pedro Conde Sturla, junto a otros combatientes del partido, peleando donde se nos requiriera. Una de las aventuras más interesantes en nuestra labor de apoyo a los comandos ocurrió en una operación que montamos en San Carlos. El comando estaba dirigido por un exteniente de la Marina de Guerra, Jesús de la Rosa, hoy día un educador muy conocido y respetado.
Jesús diseñó un plan para evitar que las tropas del CEFA que ocupaban el Palacio Nacional y las edificaciones aledañas pudieran cruzar la calle 30 de marzo y penetrar a la zona rebelde en las noches, por un lugar que estimaba vulnerable, detrás del Teatro San Carlos, que a su vez estaba situado en la calle Abreu. El plan consistía en ocupar todas las noches esa propiedad para sorprender a nuestros adversarios si se les ocurrían cruzar. Así lo hicimos.
Durante dos noches nos subimos sigilosamente por el patio trasero del Teatro San Carlos al segundo piso de la casa contigua al local de los distribuidores de los vehículos Ford. A la tercera noche Edmundo García fue uno de los primeros en subir y cuando iba caminando en medio de una espesa oscuridad, tropezó con alguien. El CEFA había tenido la misma idea que nosotros. Al darse cuenta, Edmundo soltó un “coño” y saltó por la ventana. Se desató un tiroteo infernal, pero ninguno de nosotros salió herido y creo que ninguno de ellos tampoco. Fue un espectáculo, parecía que estábamos tirando fuegos artificiales, pero nadie sabía a quién y ni a dónde estaba tirando. Ahí pudo ocurrir cualquier cosa, pero por fortuna todo se resumió en un gran susto.
Cuando las tropas norteamericanas avanzaron hasta llegar cerca de Ciudad Nueva, los combates eran terribles.
Nosotros estábamos peleando cerca del Comando B3, localizado en la Jacinto de la Concha, cerca de la México, en una casona grande de cemento de dos pisos, con sótano y un cubículo en la azotea, hoy preservada por su interés histórico.
Las balas de una ametralladora calibre 50, disparada desde Sederías California, pasaron a pocas pulgadas de mi cabeza justo cuando me agaché a recargar el arma con la que había estado combatiendo. El calendario marcaba el 15 de junio de 1965 y había disparado tanto que mi dedo índice estaba manchado de pólvora. Yo luchaba temerariamente, razón por la que Manolo González me había reñido para que tuviera cautela poco antes de que los disparos estuvieran a punto de poner fin a la constante persecución de ideales y sueños que aún atesoro.
Extractos editados de mi libro “Relatos de la vida de un desmemoriado”.