Luego de estallar la Revolución de Abril me encargaron dirigir la Comisión Militar del Partido Socialista Popular, no solo por mi condición de miembro del Comité Político, sino por el papel que jugué en los primeros días de la rebelión. Como segundo al mando designaron a uno de los hombres que más he admirado por su valor y compromiso con la causa democrática, Manuel González y González, un español que llegó muy joven a estas tierras, exiliado junto a su padre, un republicano español que había sido director de Correo en su país.

Manolo se incorporó muy joven a la lucha revolucionaria. Fue uno de los activistas de la lucha democrática de 1946 y fue hecho prisionero varias veces. Nuestras familias eran amigas desde su llegada al país, pues mis tíos maternos y mi propia madre fueron muy solidarios con los refugiados de la Guerra Civil Española que llegaron a San Francisco de Macorís. Esa amistad se fortaleció más después que Manolo salió de la cárcel, trabajó como empleado de una compañía importadora y empezó a tratar más de cerca a mi padre.

Recuerdo bien a su padre, quien fue director y propietario del más importante instituto de comercio de San Francisco, y su hermano más joven, Julio González Burell, Machacho, fundador de la cadena de radio y televisión más grande del nordeste.

Desde antes de la Revolución, Manolo y yo habíamos realizado algunas tareas clandestinas de carácter militar y conseguimos las primeras armas que obtuvo el PSP. Manolo fue un militar frustrado; su hobbie eran las armas, pero sobre todo era un revolucionario con un corazón grandísimo. Era uno de los hombres más valientes que he conocido, aunque tenía una fobia que poca gente sabe: temía terriblemente a los dentistas.

Con él compartí todo el proceso, peleando hombro a hombro. Él tenía hacia mí un afecto paternal, propio de un hermano mayor, me protegía, me peleaba, aunque jerárquicamente yo era su jefe. Entre él y yo había una historia de amistad y compromiso.

Esa etapa fue tan intensa que la mantengo como si fuese una película en mi cabeza. Recuerdo que por las actividades conspirativas logramos conseguir dos pistolas Cristóbal a través de un contacto que nos presentó Euclides Gutiérrez Félix. Esas dos armas, una 45 que yo tenía, una Browning y una escopeta de Manolo González, fueron las primeras que utilizamos en la Revolución de Abril del 1965, encabezada por los militares constitucionalistas, a la que nos incorporamos pocas horas después de haberse iniciado.

Participamos en el asalto a la Fortaleza Ozama como parte de un grupo que atacó desde el muelle, partiendo de la playita de donde está hoy el monumento a Montesinos. Esa célula estaba dirigida por Euclides Morillo, un destacado dirigente revolucionario que conocí ese día y que murió un mes después en el asalto al Palacio Nacional, junto al coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, Juan Miguel Román y otros destacados combatientes. Nos atacaron desde la Aduana con unas ráfagas incesantes que al impactar en la arena parecían hacerla hervir.

Realizamos el asalto con apenas cinco armas: mi pistola y cuatro carabinas Cristóbal, dos de las cuales obtuvimos en la Revolución y las otras dos captadas por mí en un enfrentamiento con Cascos Blancos, un escuadrón policial.

Ese hecho ocurrió entre las calles Padre Billini y Nouel. Yo disparaba hacia el zaguán de una casa situada en dirección este, desde donde atacaban miembros de ese cuerpo armado, quienes huyeron abandonando dos carabinas Cristóbal. Cuando fui por esas armas, me encontré con un hombre vestido con una guayabera y pantalón, zapatos y gorra militar.

—¿Dónde están los Cascos Blancos? —me preguntó.

Lo miré y me puse alerta pensando que era de los enemigos, pero resultó ser el coronel Caamaño.

—Estoy con ustedes —me dijo Caamaño.

Cabe recordar que años antes de ese episodio, Caamaño había sido jefe de los Cascos Blancos.

Tiempo después, el día del asalto a la Fortaleza Ozama, en pleno combate, se me acercó una persona arrastrándose por la arena, con un brazo enyesado y sin armas.

—¿Qué hace usted aquí? —le pregunté.

—Quiero una de las armas que están ahí —dijo, refiriéndose a las que estaban en manos de los soldados que huían de la Fortaleza a través del muelle y contra quienes estábamos combatiendo.

Cuando logramos entrar al muelle pudimos conseguir 17 armas largas, con las que armamos el Comando de la calle Espaillat 55, uno de los primeros en ser organizados.

Por supuesto que le di un arma de esas al señor del brazo enyesado, con quien me encontré varias veces en esos meses de lucha -ya sin el yeso- y me dijeron que este hombre formaba parte del comando de POASI (Sindicato de Arrimo Portuario). Lo más extraño fue que muchos años después, mientras hacía una diligencia profesional, cerca de la licorería Siboney en la calle Padre Billini y en la acera, vi a un borracho bebiendo de lo que parecía ser una sartén. Cuando le veo la cara era el mismo señor que yo conocí siendo un combatiente revolucionario con agallas. Al preguntar a algunos de los que estaban cerca si lo conocían, me contaron que él iba todas las mañanas con una sartén a la licorería a pedir ron. Por lo que me dijeron deduje que él desde hacía tiempo había sido un borracho que tuvo momentos de lucidez durante la Revolución, pero después volvió a caer en el vicio.

Extractos editados de mi libro “Relatos de la vida de un desmemoriado”