En el artículo anterior que publicamos en este mismo medio abordamos el error en el que suelen incurrir distintos operadores jurídicos al confundir entre sí las figuras de ente y órgano. Algo más o menos parecido ocurre con el reglamento y el acto administrativo. En efecto, algunas personas llegan al punto de utilizar ambos términos de manera indistinta.

Tradicionalmente viene siendo del interés de la doctrina administrativa resaltar la diferencia entre el reglamento y el acto administrativo, para lo cual siempre suele señalar en el primero su carácter normativo y su reiteración de vigencia con cada aplicación, mientras que en el caso del acto administrativo pone de manifiesto su extinción una vez es aplicado y cumple su cometido. Al respecto, el maestro español José Esteve Pardo sostiene que “el criterio de distinción repara en que los actos administrativos son decisiones o declaraciones de la Administración que se agotan en sí mismos, en las concretas circunstancias que los envuelven y singularizan, aunque tengan una pluralidad de destinatarios y por tanto se trate de actos generales. En cambio, el reglamento pervive en el ordenamiento y es susceptible de reiteradas y continuas aplicaciones a casos concretos.”

Otro elemento distintivo entre ambas figuras radica en el mecanismo empleado para su emisión. En ese sentido, en la legislación dominicana están instituidos procedimientos especiales para el dictado de reglamentos y actos administrativos. En consecuencia, el dictado de reglamentos en la República Dominicana encuentra sus reglas en la Ley núm. 200-04, General de Libre Acceso a la Información Pública (art. 23 y siguientes); la Ley núm. 107-13, sobre los Derechos de las Personas en sus Relaciones con la Administración y de Procedimiento Administrativo (art. 31); la Ley núm. 167-21, de Mejora Regulatoria y Simplificación de Trámites; y en el Decreto núm. 486-22 que establece el Reglamento de Aplicación de la Ley núm. 167-21 (art. 30 y siguientes).

En toda esa normativa se advierte la publicidad como rasgo característico en la emisión de reglamentos, estableciéndose para ello unos plazos de consulta pública. En torno a este aspecto, el profesor Eduardo Jorge Prats, citado por el profesor Sigmund Freund Mena, expresa que “durante mucho tiempo la elaboración y modificación de reglamentos se caracterizó por su clandestinidad, opacidad y ausencia de participación por los destinatarios de la reglamentación. (…) dicha situación comenzó a cambiar con la entrada en vigencia del artículo 23 de la Ley General de Libre Acceso a la Información Pública”.

En lo que concierne a las reglas para el dictado de actos administrativos (permisos, licencias, autorizaciones, concesiones o resolución de recursos administrativos), las mismas están contenidas en la aludida Ley núm. 107-13. En ese sentido, a partir de su artículo 22, dicha normativa instituye el denominado procedimiento administrativo para el dictado de actos, el cual puede ser iniciado a instancia de parte interesada o de oficio por parte de la Administración en determinados casos.

Contrario a lo que ocurre con el procedimiento reglamentario, en el caso de los actos administrativos, dado su efecto particular o hacia una pluralidad específica de sujetos, su emisión puede ser a iniciativa de las personas y, en principio, no está condicionada al sometimiento a consulta pública. No obstante, de conformidad con el párrafo I del artículo 15 de la Ley núm. 107-13, el procedimiento administrativo opera como una herramienta para “garantizar el acierto de la decisión administrativa, al tiempo que se asegura la protección de los derechos e intereses de las personas.”

Como muestra de la confusión entre reglamento y acto administrativo, en determinados momentos algunas Administraciones públicas han incurrido en el error de tratar como acto administrativo documentos jurídicos que contienen disposiciones reglamentarias. Sobre este punto se ha referido el Tribunal Constitucional dominicano mediante la sentencia TC/0048/20, interpretando que “…el órgano que dictó el acto cuestionado considera que se trata de una resolución. Sin embargo, el Tribunal entiende que estamos en presencia de un reglamento, por las razones que expondremos a continuación. En primer lugar, las resoluciones, contrario a los reglamentos, se agotan luego de su ejecución; es decir, que no se mantienen en el tiempo, contrario a lo que ocurre en el presente caso, ya que la norma objeto de la acción que nos ocupa condiciona el derecho a exportar sustancias minerales metálicas y no metálicas a la obtención de una certificación de no objeción, lo cual implica que no se agota; todo lo contrario: se mantiene en el ordenamiento jurídico hasta que se produzca su revocación o anulación, razón por la cual estamos en presencia de un reglamento y no de una resolución, como erróneamente se ha denominado.”

Otro aspecto que no se puede perder de vista es que la potestad reglamentaria solo puede ser ejercida por aquellos entes y órganos públicos expresamente habilitados para ello por la ley o, en determinados casos, por la Constitución, como ocurre con el presidente de la República, la Junta Central Electoral, entre otros. Lo opuesto ocurre con la facultad para emitir actos administrativos, la cual no necesariamente le tiene que ser conferida expresamente a la institución, pues, a decir de un sector de la doctrina, esa potestad es connatural a cada Administración pública en el ámbito de su competencia y le viene dada de manera implícita.

Si bien el reglamento y el acto administrativo tienen en común que emanan de la rama administrativa del Estado y que están subordinados y condicionados por la ley, no es menos cierto que tienen marcadas diferencias de fondo y de forma que, de no ser debidamente observadas por las Administraciones públicas, los administrados y los actores del sistema jurídico, podrían conllevar graves consecuencias legales.