La pandemia de la COVID-19 puso en relieve las muchas fragilidades de la arquitectura económica global, impactando de manera particular las cadenas de suministros y, consecuentemente, los sistemas productivos y el empleo de todos los países. Los Estados nacionales, unos con mayor efectividad y eficacia que otros, respondieron con variaciones sustantivas en sus políticas económicas, especialmente para reducir el efecto-humano de la pandemia en sus distintas vertientes en el muy corto plazo.

 

Las reacciones de los gobiernos, al borde del precipicio de la quiebra sistémica (situaciones de impagos complejas), tuvieron un reverso indeseable: desaceleración de la economía mundial (-3.2%); deterioro brusco de las expectativas y de crecimiento del desempleo, sobre todo del  temporal (aumento de más de un 70%), y crecimiento de la brecha fiscal como resultado principalmente de los subsidios focalizados en los sectores económicos  y sociales más vulnerables, siendo uno de los más importantes receptores las Mipymes, las cuales contaban con menos de 40 días para cubrir gastos indispensables.

 

Los sacrificios fiscales en materia de política económica y el cierre forzoso de empresas repercutieron agresivamente en los niveles de deuda de los sectores público y privado, comprometiendo el crecimiento y bienestar futuros. Se acentuaron las desigualdades internas y entre países, y los más pobres o muy pobres, y de modo particular los trabajadores con niveles educativos primarios fueron colocados repentinamente en situaciones económicas peores a las prevalecientes en el año anterior al desastre global. Si tenemos en cuenta las medidas implementadas que afectan a la recaudación de ingresos y el gasto público, y el subtotal de las medidas de apoyo a la liquidez, y relacionamos el monto resultante con el PIB, obtendríamos variaciones que oscilan entre 50-10%. Esto representó una carga financiera insostenible para el tejido empresarial y social.

 

Al año siguiente, sorpresivamente, la economía mundial pareció recomponerse y el crecimiento global alcanzó 5.9%, resultando que las llamadas economías emergentes sorprendieron con un crecimiento de 6.7%, de acuerdo con estadísticas del Banco Mundial. En 2023, y ahora no como resultado de una pandemia, sino de la guerra Rusia-Ucrania que afecta directamente el abastecimiento de energéticos, lo mismo que la cadena de suministros en general como resultado de las sanciones económicas impuestas por los Estados Unidos a Rusia -que incluye la apropiación de 300 mil millones de dólares de activos rusos- y a otros países no alineados con sus intereses geopolíticos e inmediatos, los indicios de recuperación y de cierre de las brechas sociales y económicas comienzan a revertirse.

 

En 2022 el crecimiento de la economía mundial se mantuvo estacionario (no creció) y entre 2023-24 probablemente promediaría un comportamiento negativo del orden de 0,8%, de acuerdo con cifras corregidas del Banco Mundial. En 2023 el crecimiento en retroceso sería de -1.3% para el mundo,          -1.7% para las economías avanzadas y -0.8% para las emergentes y en desarrollo.

 

Al parecer a la fatídica pandemia de la covid-19 se suma ahora, con efectos igualmente devastadores, la pandemia de la determinación norteamericana de someter por la fuerza militar, amenazas, sanciones económicas y secuestro de activos a las naciones que revelen sus planes de desarrollo autónomo, así como el derecho de elegir libremente a sus socios en cualquier plano de la vida moderna.

 

Echar leña al fuego, tal y como lo hacen mediante multimillonarios suministros de armamentos al régimen corrupto de Kiev e imposición de sanciones económicas y tecnológicas, hace que los analistas más respetados vislumbren nubarrones de tormenta sobre la economía mundial. El poder destructivo de fuerzas productivas podría ser mayor que el evidenciado en las recesiones mundiales de 2009 y 2020.

 

Como es lógico, el aterrizaje de la economía mundial en cifras negativas se acompaña forzosamente de la reducción de la inversión en nuestros países (por debajo de la tasa promedio de las últimas dos décadas, según el BM). Nuestra conocida dependencia del comercio y el financiamiento externos, la inercia en materia de diversificación de los flujos comerciales, la elevada y creciente deuda externa y las consabidas vulnerabilidades frente a los desastres naturales, demandan políticos lúcidos, responsables y formados.

 

Si la inflación continua, y seguimos con las medidas de políticas tradicionales entre las que cuenta el freno de la inflación recurriendo a los instrumentos de política monetaria (incremento de la tasa de interés, por ejemplo) seguramente tendríamos efectos negativos no esperados y, habidas cuentas del sobreendeudamiento actual, los más vulnerables serían como siempre los más afectados.

 

La ya iniciada turbulencia financiera, la afectación de la oferta de productos básicos, la canalización de recursos para el desarrollo a la guerra y generación de conflictos regionales, la real perspectiva de ocurrencia de desastres naturales y las tensiones derivadas de la fragmentación del mundo económico y militar en dos grandes bloques, reclaman cuidado, austeridad, certeza de las políticas económicas, enfoque racional del gasto y máximo cuidado respecto a los problemas en el ámbito social. Las compañas electorales suelen desconectarnos de la realidad mundial, hoy más que nunca retadora y peligrosa en términos de sus repercusiones internas. No perdamos de vista la más importante que importante por las urgencias electorales del momento.