La esencia de un banco es intermediar recursos provenientes de excedentes financieros de los ahorrantes. Intermediar significa recibir depósitos del público y canalizarlos a terceros vía operaciones pasivas siguiendo protocolos que garanticen efectivamente su recuperación, incluidos determinados niveles de rentabilidad. 

Cuando esos ahorros se utilizan para financiar aventuras de emprendedurismo de sus accionistas o empresas vinculadas, se viola una de las más sagradas, sanas y vigiladas normas bancarias que limita los préstamos a vinculados a un reducido porcentaje del Capital aportado. Pero esta acción si bien constituye una falta grave a las normas bancarias, no es un robo.

Sin embargo, cuando se confunde ser el principal accionista de un banco, con ser su dueño, ahí mismo se inicia un proceso degenerativo que promueve la ejecución de malas prácticas que a su vez son ocultadas con nuevas y más graves malas prácticas, dando así inicio a un círculo vicioso que siempre termina con una quiebra espectacular. Pero cuando incorrectamente se califica como “robo” esas malas prácticas bancarias, que en el caso de los tres bancos colapsados en el 2003 fueron cometidas en las propias narices de “distraídos supervisores”, algunas de ellas incluso autorizadas por el regulador, ahí justamente surgen “todas las posibilidades”.

Para operar un banco se necesita una licencia que emite la autoridad monetaria y financiera (AMF) y esta licencia se otorga después de comprobar el cumplimiento de múltiples requisitos previos establecidos por ley. Una vez otorgada esta licencia, la AMF tiene la responsabilidad de fiscalizar permanentemente la adecuación de esos requisitos previos y el estricto cumplimiento de la normativa regulatoria que los garantiza.

Esta normativa regulatoria está contenida en la ley monetaria y financiera 183-02 (LMF) complementada por reglamentos, resoluciones y circulares. Antes de la promulgación de la LMF descansaba en normas prudenciales que eran constantemente laxadas, flexibilizadas y acomodadas.

Esa normativa regulatoria es una especie de manual de QUÉ HACER y QUÉ NO HACER. En el caso particular de los bancos comerciales lo que se puede hacer está establecido en términos generales en los artículos 40 y 41 y lo que no se puede hacer está más claro aún en el artículo 45 literales a, b, c, d, f, g y h, referente a operaciones prohibidas.

En el pasado, justo previo a la crisis bancaria de 2003, hubo bancos que no solo violaron consistente y repetidamente todos los literales del artículo 45, y algunos fueron tan creativos que sus violaciones añadieron nuevos literales. Otros, ni idea tenían de que violaban nada. Aunque debo admitirlo, lo hicieron amparados en un limbo regulatorio y en un ambiente que además fomentaba la laxitud y la flexibilización de la supervisión, fruto, casi siempre, de asimetrías de poder entre supervisores y supervisados donde algunos de estos últimos eran intocables,  todopoderosos y casi omnipotentes.

Todo tiene su límite y ese límite llegó en abril de 2003 con las nuevas autoridades del Banco Central presididas por José E. Lois Malkun. Varios bancos del sistema donde se comprobaron faltas graves y malas prácticas, mostraron serios problemas de solvencia y fueron responsablemente intervenidos, y ordenada su disolución o aprobada la venta de sus Activos a otro intermediario financiero, después de agotar todos los requisitos establecidos por la ley y de otorgarle infructuosamente múltiples concesiones y facilidades para ayudarlos a salir del estado de insolvencia en que se encontraban.

Cuando estos problemas surgen, la ley monetaria contempla asistencia financiera a dichos bancos, vía inyecciones de liquidez tomando como garantía activos de fácil monetización, y si el problema persiste les impone un plan de regularización que incluye, entre otros mandatos, inyectar capital fresco, prohibición de dividendos, vender Activos en negociaciones directas de los accionistas con terceros, planes de austeridad en el gasto, etc.

Ese programa de regularización permite a los accionistas del banco disponer, monetizar o vender Activos a un precio justo antes de que “el mercado” se entere de los problemas existentes, y ajuste por riesgo el precio de los Activos que se quieren vender. Estas operaciones deben de hacerse rigurosamente en efectivo y a terceras personas que no sean vinculados, nunca otorgando préstamos a vinculados como ocurrió en algunos casos en el 2003.

La LMF establece un plazo para que los objetivos de ese plan de regularización se cumplan. Una vez expirado el plazo sin satisfacer los objetivos del programa, la ley ordena disolución y pérdida total de los derechos de los accionistas (Art 63 literal b LMF 183-02) quienes, además son responsables fiduciariamente con sus bienes personales por los recursos que fueron puestos a su resguardo. En ese proceso de disolución se venden Activos para poder solventar Pasivos, guardando prelación de pago los depositantes que son  resarcidos primero y quedando los accionistas como responsables de los valores residuales de la disolución, regularmente faltantes que siempre están presentes en los bancos sometidos a procesos de disolución. Hablamos de los famosos hoyos financieros.  

Todos y cada uno de los pasos contemplados por la LMF 183-02 se agotaron en los tres bancos que colapsaron en la República Dominicana en 2003 y donde no existían reglamentos se aplicaron normas supletorias, No entiendo, pues, cómo algunos accionistas de esos bancos en disolución prefirieron ser declarados culpables y recibir condenas de prisión, cuando a partir de la ayuda de última instancia que les otorgó el Banco Central y el programa de regularización impuesto por la AMF, transcurrieron muchos meses y en ese lapso tuvieron la oportunidad de vender dichos Activos, mucho antes de que la AMF decretara su disolución y la perdida de todos los derechos de sus accionistas.

De ser cierto que esos Activos valían lo que hoy dicen algunos ex accionistas que valían, me pregunto por qué no los vendieron antes de culminar el proceso de regularización, De haberlo hecho al precio que hoy reclaman, el país se hubiese economizado, al igual que las propias autoridades del Banco Central y la Superintendencia de Bancos, un doloroso juicio penal que todos sufrimos y nadie disfrutó y esos bancos hubiesen superado su status de solvencia que era lo único que buscaba la autoridad monetaria y financiera.

Pero la realidad probó ser muy diferente. Esos activos, compuestos principalmente por empresas en su mayoría deficitarias, no valían ni remotamente lo que decían sus libros pues algunas fueron adquiridas en periodos de euforia y sin mucha rigurosidad profesional. Y todos conocemos algo sobre oferta y demanda y el impacto sobre precios cuando la oferta es firme y la demanda es única y titubeante.

Incluso, los antiguos accionistas sabían muy bien el deterioro sostenido del valor de los Activos que acusa un banco en disolución, máxime cuando ellos mismos contribuyeron con ese deterioro, notificando, mediante acto de alguacil, a todos los potenciales compradores de los riesgos legales en que incurrirían en caso de comprar, y dificultado también porque los potenciales compradores sabían muy bien la urgencia que tenía el país en venderlos, en un momento en que los depositantes hacían largas filas reclamando sus ahorros y la comunidad financiera internacional estaba a punto de hacer sus llamadas de margen a los bancos locales reclamando el pago de sus acreencias en moneda extranjera.

Estas llamadas de margen, sin ninguna duda, hubiesen significado el colapso del sistema financiero dominicano ante la transitoria incapacidad del resto de los bancos de honrar súbitamente sus deudas en dólares con sus bancos corresponsales. Pues, independiente de su absoluta solvencia, dichos recursos estaban prestados a terceros con plazos de pago muy diferentes al vencimiento a la vista que supone una potencial llamada de margen del banco corresponsal prestatario, la cual siempre genera descalces en las fechas de vencimiento de operaciones activas y pasivas y esos descalces a su vez generan impagos o defaults.  Esos son solo algunos de los detalles que los fanáticos de las gradas desconocen y por ende pasan por alto.

Si eso hubiese ocurrido, el tipo de cambio hubiese llegado a niveles impensables ante un shock de demanda imposible de satisfacer por el mercado cambiario tal y como ocurrió con la crisis de Deuda Latinoamericana en la década de los 80, la crisis mexicana del 94, la crisis asiática del 97, la cesación de pagos rusa del 98 y la crisis argentina de 2001.

Quien suscribe acababa de ser posesionado como Superintendente de Bancos una semana después de la intervención del primer banco colapsado. Realmente había que estar ahí para entender que la comunidad financiera internacional estaba muy nerviosa y que era casi de vida o muerte para el país  tratar de mitigar las tenebrosas implicaciones de ese nerviosismo. Un grupo de bancos corresponsales nos convocó a una reunión en Miami y tuvimos que hacer lo indecible para convencerlos y darles buenas noticias que los calmara.

Los potenciales compradores de esos Activos también sabían muy bien de ese nerviosismo y de la absoluta necesidad que tenía el país de dar una buena noticia a la comunidad financiera internacional. Sabían, además, que ellos eran esa “única buena noticia” pues el único otro banco ofertante se retiró cuando se percató de la total y absoluta falta de integridad y confiabilidad de la información contable de ese banco y como es la regla en el mundo de los negocios financieros, los compradores únicos tratan de sacar provecho de esa condición privilegiada.

Obviamente, que, ante un proceso de negociación en un mercado de un solo comprador, y un vendedor con urgencia de vender, imagino que no resultó fácil para el equipo negociador que representó a la AMF, aunque siempre se podrá argumentar, como hacen los fanáticos de las gradas en el beisbol,  que se pudo vender a mejores precios.  Así de simple decirlo y así de complejo resolverlo cuando estás en el dogout lidiando con las infinitas variables que componen la naturaleza humana.

Estas reflexiones no pretenden ni defender ni acusar a nadie dentro del proceso de liquidación de activos de los bancos colapsados, solo aspiro arrojar luz a la opinión pública sobre la difícil situación vivida en esa crisis del año 2003.

También aspiro a que quede subrayado y en negritas que esa crisis fue producto de la cuestionable desregulación y castración supervisora que se vivió en la década del 90, unido al poder omnipotente de los  grandes banqueros, algunos de ellos mal asesorados por gurúes del mal, que terminaron haciéndonos víctimas de su propio engendro. Todo como consecuencia del excesivo abuso por parte de tres bancos del sistema de bancos múltiples de las “ilusorias ventajas” que se “disfrutan” en ambientes financieros desregulados y no adecuadamente supervisados.

Esperemos que jamás vuelva a repetirse un ambiente como el descrito pues los que caigan en la trampa podrían ser mucho menos ingenuos y su impacto sobre el país mucho más letal.