Por múltiples antecedentes negativos la reelección y/o continuismo han constituido procedimientos de dirección gubernamental en gran medida desafortunados a nivel local. Pese a esto, sería dogmático estigmatizar los mecanismos de permanencia prolongada en el poder a partir de las traumáticas experiencias criollas. En la historia de América tenemos casos muy positivos como los de Simón Bolívar al frente de la Colombia, Abraham Lincoln cuya reelección fue refrendada por Carlos Marx, hasta llegar a Fidel Castro. Por los precedentes perniciosos a nivel de la historia dominicana, el prejuicio tiene asidero. Veamos un breve recorrido histórico sobre el particular.
Tras la fundación de la República el control estatal fue mancillado por la lucha sin cuartel entre Santana y Báez, ambos contagiados de continuismo deletéreo. Pese a las diferencias tenían un punto común, sustentar su continuismo con la Constitución de 1854 (la misma del 1844, con el artículo 210 convertido en el 22) que les permitía gobernar como les diera la gana. Por eso, los rebeldes que en Santiago promovieron la Revolución del 7 de julio de 1857, denunciaban no solo a Báez, sino a Santana como prototipos del continuismo maligno, cuando sentenciaban:
“Una serie de administraciones rapaces, han caído sobre la República y la han despojado de cuanto puede formar la dicha de una Nación, sin que ellos hayan pedido cuenta”.
“Las Constituciones de los años 44 y 54 no han sido más que los báculos del despotismo y de la rapiña”. (Soberano Congreso Constituyente de Moca 1857-1858. Colección Trujillo. Santiago, 1944. p. 193).
Esa ambición de mandar en demasía condujo a Santana a anexar el país, con la condición lo designaran gobernador de la nueva colonia. Entretanto Báez en vez de integrarse a las fuerzas patrióticas que luchaban por restaurar la República, se fue a Madrid donde se ajustó la casaca de mariscal de campo y mendingaba lo nombraran gobernador de la colonia dominicana.
Luego de la expulsión de las tropas coloniales el 11 de julio de 1865 y muerto Santana, Báez vio allanado el camino que le brindaba riendas sueltas a su obsesión continuista, sembrando el desasosiego en un país recién salido de una guerra devastadora, hasta que logró imponerse durante seis sangrientos años, pretendiendo de inmediato conducir a los dominicanos al sepulcro como nación. En aras de conservar el poder por encima de todas las circunstancias, inició la deuda externa con el emprestitito Harmont e intentó la anexión a los Estados Unidos, un clásico ejemplo de continuismo pernicioso.
Fue en esas condiciones adversas para la nación que de modo principal emerge la acción patriótica de Luperón, para expulsar al empedernido promotor del continuismo nocivo y también a sus torpes discípulos Ignacio María González y Cesáreo Guillermo.
Luperón en la cúspide del poder descartó su permanencia en la presidencia, aun con el desarrollo un Gobierno progresista de cerca de un año. Cuando revisamos la prensa de la época, observamos existió un amplio consenso para que permaneciera en la presidencia. Por ejemplo El Eco de la Opinión, el más influyente periódico de ese periodo en una de sus ediciones proclamaba en torno al llamado a elecciones:
“¿Se halla bien el país bajo el régimen de la interinidad? ¿Le es indiferente que esta continué, o quiere que pronto acabe, para que entre en el pleno goce de los derechos constitucionales”.
“Estas preguntas nos hacemos al ver que el decreto sobre elecciones no ha producido en los ánimos lo que era de esperarse: al ver que no hay preparativos para la lucha, ni periódicos que traigan a su frente las candidaturas de los partidos, usando de la libertad de que se goza”. (El Eco de la Opinión. Santo Domingo, 4 de junio 1880).
Se había producido un consenso cuasi plebiscitario para que extendiera su mandato. Contrario a los justos reclamos continuistas. Luperón decidió promover por primera vez la alternabilidad democrática en la presidencia, se limitó a recomendar candidatos presidenciales de su poderoso bando Azul. Ensayo democrático tronchado por la ambición de continuismo patógeno de Ulises Heureaux, que llevó al país al atolladero institucional con el aumento descomunal de la deuda externa, la devaluación de la moneda y la represión indiscriminada contra todo atisbo de oposición política.
El siglo veinte recibió a los dominicanos con otra empresa descabellada en el pugilato por imponer el continuismo personalista, con las diferencias estériles entre Juan Isidro Jimenes y Horacio Vásquez en el doloroso periodo de los gallos, el bolo y el rabú respectivamente, sin dejar atrás a los colituertos de Alejandrito Woss y Gil. Con la también cuña negativa del régimen de Mon Cáceres, que en sus afanes de continuismo egoísta suscribió la infamante Convención Dominico-americana de 1907, subterfugio político-jurídico con el que se pretendió justificar una ocupación extranjera.
Todo un periodo aciago por los aprestos de continuidad patógena de los caudillos personalista de la época, a quienes no les interesó comprender el grave peligro que se avecinaba para los dominicanos a nivel del desarrollo conflictivo de la política internacional con la primera guerra mundial. Procediendo con imprudencias políticas, que fueron aprovechadas de manera capciosa para invadir el país en mayo de 1916.
Ante la cruda realidad de la intervención foránea y la patriótica reacción de ciudadanos que al margen de las banderías beligerantes organizaron la hercúlea campaña nacionalista, exigiendo la salida «pura y simple» del invasor, estos se vieron conminados a negociar una salida a la ocupación militar. Como la tesis patriótica no les convenía porque pretendían (y lo lograron) mantener el control político y económico del país, de nuevo recurrieron a los caudillos tradicionales que habían asumido un vergonzoso receso y se impuso en la presidencia a Horacio Vásquez, en elecciones tuteladas por las autoridades extranjeras.
El ya anciano mandatario, desgastado política y físicamente, suscribió un acuerdo con Federico Velázquez para una vez agotado su periodo de cuatro años lo reemplazara en la presidencia. Vásquez afectado de continuismo congénito, incumplió lo convenido y con subterfugios se añadió dos años más, la desagradable “Prolongación”. Al aproximarse el final del periodo hurtado, Vásquez casi al borde del sepulcro en noviembre de 1929 anunciaba su inoportuna repostulación para el lapso 1930-1934.
El presidente embriagado con sus ansias de continuismo nocivo, desatendió los consejos de alerta en torno al peligro interno que se cernía en ese lapso. Todos sabían que una hiena enfurecida estaba al acecho, esperando el momento oportuno para embestir a la sociedad de modo despiadado. Vásquez y su ofuscado continuismo fueron de los principales responsables del ciclón batatero que nos azotó durante treinta años, a cargo del continuismo tóxico por antonomasia representado por el nombrado: Chapita Trujillo.
El ”Jefe” Trujillo se convirtió en el matatán del continuismo tóxico. Aunque usted no lo crea “solo fue reelecto en 1934” al compás de las burlescas “revistas cívicas,” marchas de “fuerzas vivas” en todo el perímetro nacional “reclamando” que la Junta Central Electoral se ahorrara el dinero de organizar las elecciones, porque a “unanimidad” el pueblo votaría por el. Exigían fuera proclamado presidente de inmediato, sin elecciones.
Finalmente se decidió realizar las “elecciones” o farsa electoral y se “confirmó” que todos querían la reelección del “Jefe” Trujillo, candidato único. Este, de modo teatral expresó aceptaba esa repostulación porque el pueblo se la “impuso”. En alocución el día previo a la farsa electoral de 1934, manifestó accedió, por la:
[…] determinación expresada plebiscitariamente por todos los medios y sustentada sin distinción de sexo ni edad ni de partidos por las grandes masas nacionales, me hubiera persuadido a aceptar -como acepté- la postulación de mi nombre para la reelección presidencial en los comicios de mañana”. (Rafael L. Trujillo. Discursos, mensajes y proclamas. Editorial El Diario. Santiago, 1946. T. II p. 48).
Obtuvo “todos los votos” depositados en las urnas, un total de 256,423. Por la matanza de haitianos de 1937 y el amplio repudio internacional, no pudo “sacrificarse de nuevo” en 1938 declinando su candidatura, recurriendo al método de imponer títeres en calidad de gobernantes. En 1947 decidió “volver a sacrificarse” se presentó de nuevo como candidato y “ganó”, en el año anterior había masacrado en las calles de la Capital a la juventud que con valor salió a repudiar sus atrocidades. En el siguiente periodo postuló a su títere favorito su hermano Negro, quien también se “reeligió” en 1957, acompañado de Joaquín Balaguer en la vicepresidencia, este último a la postre fue su heredero político en 1961. (Julio Genaro Campillo Pérez. Elecciones dominicanas (contribución a su estudio). Academia Dominicana de la Historia. Santo Domingo, 1978. pp. 179, 184).
Trujillistas de nuevo cuño se atreverán a decir que Chapita Trujillo no fue “reeleccionista”, fue el matatán del continuismo tóxico. Aspecto que luego retomó su adelantado discípulo Joaquín Balaguer, quien “olvidando” que estaba salpicado con la sangre de la tiranía, intentó continuar con el trujillismo sin Trujillo a finales de 1961. Regresando al solio en una coyuntura especial impuesta por el poder exógeno en 1966.
En este nuevo lapso trataba de competir con su mentor y aspiraba a lograr por lo menos 32 años de continuismo tóxico, recurriendo a todas las argucias posibles para mantenerse en el poder. En 1970 ante un enorme repudió popular utilizó los cuerpos represivos para crear un ambiente de terror que impidió la celebración de comicios libres, propiciando la abstención electoral de la oposición como en los tiempos de su mentor Trujillo en las elecciones de 1930.
Mientras coartaba el derecho a la libre expresión, juraba que no tenía intenciones de reelegirse, como lo exteriorizó en un discurso pronunciado el 29 de abril de 1970, tratando de contrarrestar la poderosa abstención electoral que reinaba en el ambiente, en esos instantes acotaba:
“Soy partidario de que la reelección sea prohibida en una próxima reforma a la Constitución, y de que el período presidencial se extienda uno o dos años más, si ese paso se estima necesario para que no quede trunca por falta de tiempo la obra de cualquier gobierno que en lo futuro pueda surgir y que ofrezca pruebas patentes de idoneidad política y de capacidad constructiva”
“Estamos, pues frente a un caso de continuidad y no de continuismo. Pero esa continuidad no será impuesta al pueblo dominicano. Las próximas elecciones serán libres […] (Joaquín Balaguer. La marcha hacia el Capitolio. Fuentes Impresores, S. A. México, 1973. pp. 399-400).
Esa continuidad no sería impuesta, ya se le había aplicado al pueblo con los “incontrolables” y todos los mecanismos represivos que obligaron a la oposición a retirarse de los comicios, por lo que se agenció un ventorrillo político para que le hiciera el juego en condición de supuesto rival.
Aquello de proclamarse partidario de prohibir la reelección, no fue más que una metáfora, propia de sus inspiraciones literarias. En el siguiente periodo 1974-1978 cuando la “continuidad” se vio seriamente amenazada por el arrollador impacto del «Acuerdo de Santiago», aunque “no era partidario de la reelección” envió los guardias a las calles con banderas coloradas en sus fusiles, advirtiendo que estaba en disposición de realizar un baño de sangre si lo obligaban a abandonar la “silla de alfileres” que tanto veneraba.
En 1978 trató de insistir con la “continuidad”, aun con sus incorregibles malas intenciones sus planes se estropearon y llegó a la presidencia don Antonio Guzmán coronando los anhelos de millares de dominicanos que rechazábamos ese corolario del trujillato.
Injustificables adversidades políticas, propiciaron que por medios de unos comicios irregulares regresara al solio el heredero político de Trujillo en 1986, y que de inmediato retomara sus andanzas de continuismo tóxico y se impusiera por medio del fraude en dos elecciones consecutivas afectando a lideres políticos honestos que habían ganado las elecciones en 1990 (Juan Bosch) y 1994 (Peña Gómez).
Aunque continuismo y su variante la reelección no son sinónimos de maldad, su pasado turbulento en nuestro medio ha sembrado entre nosotros la semilla de la suspicacia, aun conociendo que estos conceptos no siempre tienen significados negativos.
Congelada por ahora la amenaza del continuismo tóxico, los partidos del sistema que se han alternado en la jefatura del Estado no han contemplado con el rigor necesario la definición de las proyecciones institucionales del poder. A ellos como principales inquilinos del espacio de convocatoria política, corresponde en primer orden trazar las pautas no solo para salvaguardar de modo constante la continuidad en la dirección estatal como ha sido enunciado en la Constitución, sino para garantizar la celebración de comicios libres estableciendo reglas higiénicas para la selección de candidatos idóneos desde el ámbito político-social en todos los cargos deliberantes y con poderes resolutivos del Estado. Además continuar con el proceso de erradicar la política partidaria del ministerio público y extenderlo a la judicatura.
Se trata de necesidades impostergables que se deben asumir sin demagogias, en pro del desarrollo institucional del Estado. Obviando aunque sea de modo transitorio, el extravío politiquero que tanta aflicción a derramado en nuestra sociedad y que reza de modo inflexible: “quítate tú para ponerme yo”.