De todo esto se sigue que una guerra de exterminio, en la que puede producirse la desaparición de ambas partes y, por tanto, de todo el derecho, solo posibilitaría la paz perpetua sobre el gran cementerio de la especie humana y por consiguiente, no puede permitirse ni una guerra semejante ni el uso de los medios conducentes a ella (Kant, La Paz perpetua, p. 10).

Nací y me desarrollé en el mundo caracterizado por la Guerra Fría, el cual fue un enfrentamiento social, político, económico, ideológico, militar entre el bloque Occidental (liberal) encabezado por los Estados Unidos, y lo que fue el bloque del Este, liderado por la desaparecida Unión Soviética. Apenas cumplía los 16 años, cuando los valores humanistas comenzaban a gestarse en mi conciencia, luchando contra la posible amenaza de una Tercera Guerra Mundial protagonizada por estas dos grandes potencias, las principales en ese entonces.

La primera vez que ingresé a los Estados Unidos, fue en noviembre de 1984, participé junto a mi hermano Jesús Merejo y su esposa Edita González, en una marcha hacia Washington (Capitolio), en pro de la paz y en contra las armas nucleares. A partir de ese momento, manifesté mi interés por los movimientos sociales pacifistas, antinucleares y ecológicos, que apoyan el uso limitado de energía nuclear que contribuya a producir energía eléctrica y que no desequilibre la convivencia humana, en relación con la salud y el medio ambiente.  Una energía adecuada al   bien de la humanidad. No comulgo con la radicalidad y no es que la guerra no va a existir entre los hombres (lo ideal sería eso), pero estoy convencido de que se puede lograr llevarla a su mínima expresión y sobre todo, controlar la invasión militar de un país a otro, como también luchar contra las armas nucleares que pueden destruir el planeta.

En esos años de juventud, comencé a tomar conciencia de que los problemas del más allá (guerra nuclear mundial) afectaban el más acá (cultura-lengua-sociedad dominicana), el proyecto de vida.  En esos tiempos había leído el opúsculo kantiano, sobre La Paz perpetua; ahora he retomado su lectura. El texto cobra importancia desde la filosofía ética, política y jurídica, lo que incluye un enfoque filosófico histórico sobre la guerra y la expansión del hombre por todo el planeta tierra.

Para el filósofo E. Kant, “la paz significa el fin de todas las hostilidades” por lo que “Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y gobierno de otro” (1998, p. 9). La política de negociación, de consenso-disenso, es el antídoto contra la guerra, es la verdadera batalla para que triunfe la paz, no la guerra.

He colaborado en los proyectos del Instituto de Estudios para la Paz y la Cooperación de Oviedo (España), que preside el doctor Román García, quien me invitó a participar en el l Seminario Internacional por la Paz: hacia una cultura de paz en un mundo globalizado, celebrado en enero 2010, en la ciudad de La Habana (Cuba).  De ese evento se elaboró un documento de Declaración de La Habana sobre el derecho humano a la paz, en la que se enfatizó que “el derecho a la paz debe ser considerado por la comunidad internacional como parte integrante del conjunto de los derechos humanos y libertades fundamentales de todas las mujeres y todos los hombres. El derecho humano a la paz tiene un alcance holístico y una doble dimensión: individual y colectiva”.

Hoy como ayer, sigo pensando en que la paz nos lleva al entendimiento, al consenso entre las partes envueltas en conflicto y es la vía adecuada para resolverlo, ya que las guerras solo traen destrucciones, dolor, muertes y miseria social.

Como humanista, y que creo en los valores como estimación y elevación de vida y no de su degradación, me he atrincherado en una vida por la paz y contra las grandes inversiones en armas de destrucción masiva, ya que eso merma la inversión en otras áreas sociales. Un mundo y cibermundo que prioricen la inversión en armamentos y fortalezcan el lenguaje de la guerra crea las posibilidades de que, en cualquier momento estalle un conflicto bélico que ponga en peligro el estilo de vida de la humanidad.

Desde América Latina, Estados Unidos, Alemania, España, Francia, Rusia, desde todas partes del mundo hay que decirle “No a la guerra”; hay que fortalecer la democracia, luchar por su democratización, que se fortalezca lo dialógico, la convivencia pacífica y las soluciones a los conflictos entre países.

La paz es aire que se ha de vivir en estos tiempos donde la Tercera Guerra Mundial formaba parte de un proyecto de distopia, que podría hacer estallar en mil pedazos toda forma de vida en el planeta. No es exageración, pero Rusia, la OTAN y Estados Unidos, tienen en sus manos la destrucción o la continuidad de la vida aquí en la Tierra. Después de la invasión rusa a Ucrania, todo el Ártico está en tensión, se quiebra la cooperación, toda esa área (océano Ártico, reserva de petróleo, gas natural), que comprende el Polo Norte de la Tierra, y de la que forman parte Rusia, Estados Unidos (Alaska), Canadá, Dinamarca (Groenlandia), Islandia, Suecia, Noruega, Finlandia…  ha comenzado a respirar un ambiente de guerra caliente en esa zona fría, se ha ido esfumado la paz en temas puntuales, en especial, en lo tecnocientífico.

Vamos rumbo a una vuelta acelerada al rearme y al incremento nuclear.  Ninguna potencia en el mundo quiere quedarse atrás luego de la invasión rusa a Ucrania y las tensiones que se están generando entre Rusia y los demás países que se encuentran en el Ártico.  Por lo que el fin de la guerra, no significa que en Crimea y el Donbas se vivirá en un ambiente de tranquilidad y que volveremos a la normalidad de las relaciones diplomáticas internacionales.

En apenas uno dos años, las pasiones y las almas humanas se han agitado; nada es igual al estilo de vida antes de la pandemia y mucho menos a lo que se ha comenzado a vivir como  una guerra caliente, en donde  la propia Iglesia ortodoxa se ha comenzado a agrietar tanto en Rusia como en Ucrania, en donde millones de ucranianos se han separado de las directrices religiosas de Kiril I, el patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa, y al interior de Rusia,  cientos de clérigos de esta iglesia han condenado la guerra.

Vivimos en un tiempo cibernético y transido, donde las regresiones belicistas pueden arrastrarnos, como puntualiza Edgar Morin, a una conflagración mundial, ya que un “número creciente de Estados que posee armas nucleares y el desarrollo de su producción hará que su empleo sea cada vez menos improbable. Por su parte, los arsenales bacteriológicos, químicos e informáticos se han sofisticado considerablemente, e igual que sucedió después de 1933, ha empezado una carrera armamentística (2020, p. 57).

Por este motivo, se ha de luchar por un despertar de los movimientos internacionales por la paz, ante la amenaza de una guerra y ciberguerra planetaria que puede destruir la civilización.  La invasión de Rusia a Ucrania no se puede ver como una contienda estacionada entre ambos territorios. Esto va más allá, está envuelta Europa y los Estados Unidos, sin dejar a China, como parte de una alianza con Rusia.

La estabilidad, la tranquilidad, la salud mental y existencial del ser humano es fundamental en esta vida transida que vivimos. Por lo que el movimiento pacifista y antinuclear (incluye, lo político, lo religioso, filosófico y cultural) ha de resurgir para luchar por el desarme, recobrar esa historia de lucha que data de la Primera y Segunda Guerra Mundial. Es ahí, uno de los ejes fundamentales de este tiempo por el cual hay que seguir luchando.

El luchar por la paz y decir no a la guerra es parte de un ejercicio de la libertad.  En favor de la paz, hay que enfrentar la guerra y la ciberguerra desde las redes sociales y desde otras redes en el ciberespacio. Los movimientos sociales han de activarse, porque lo que acabará con la humanidad no será la pandemia del coronavirus, sino la pandemia de la guerra nuclear.  Formar redes de paz en el ciberespacio no es una opción sino una necesidad en estos tiempos de cibernéticos y de incertidumbre.