1) Javierito cantando a todo pulmón “Dicen que los hombres no deben llorar”, pero llorando.

 

2) Panchón con una tijera y un espejo en medio del callejón entre las calles Respaldo 27 y Respaldo 29, trasquilando nuestras cabezas con afros indomables.

 

3) Ruth, La muda, “diciendo" malas palabras que todo el mundo entendía, menos ella misma.

 

4) Digna, la de pechos abundantes, la del vestido rojo con blondas amplias, inaugurando la Plaza Criolla como tremenda bailarina, con unos giros atónitos de Saturday nigth fever.

 

5) Marino recostado en una silla de guano, oyendo a Sandro en su radiocasete, amargado porque desmantelaron La Banda Colorá, y ya no tiene oficio de matón ni de verdugo a palos.

 

6) La casa de doña América, lo más parecido a un árbol poblado de sinsontes, porque todos sus hijos eran cantantes (excepto la más pequeña, Ruth Delania, quien prefería pintar; y Miguelito, el mayor, porque se fue con visa de trabajo a Nueva York).

 

7) La tremenda cabellera –tan brillante y tan oscura– del gordo Cristian y la cabeza pelada por los hongos como cráteres lunares de su hermano Cuto el flaco.

 

8) Los malditos frenazos en nuestros pies del El Lobo en un Camaro, cuando arreglaba estos carros en la calle y probaba de ese modo el sistema de frenos (hasta que un día se llevó de lleno la pared de Germania y lo detuvo el tronco del árbol de limoncillo).

 

9) Yaneli, la rubia linda de mentón partido, jugando a la pelota, al pañuelo y a la botellita-intercambia-besos, como si nada, como otro macho, y todos nosotros babeando por ella, pero fingiendo indiferencia y camaradería.

 

10) La balada “Guitarra”, del efímero cantante peruano David Dalí, interpretada por mí y por Rigoberto desde un balcón, maullando como gatos escaldados: “dile que vuelva a darme un poco más de fe / dile que todo terminó cuando se fue”, ante el espanto de los vecinos.

 

11) Las serenatas supuestamente anónimas que daba Crucito a Zuleika semana tras semana, ejecutadas con mi guitarra, porque sus padres le tenían prohibidos canto y música, para que se concentrara en la escuela.

 

12) El mellizo flaco relatándonos sus aventuras eróticas con una doña en el Hotel “Peso de oro”, en el que las habitaciones de paso no costaban precisamente un Peso Oro, sino varios de aquellos “duartes”, “jediondos”, en fin, “toletes”.

 

13) El mellizo gordo acelerando en su motor mental cada vez que salía de su casa, doblando siempre –con un mofler turbo en vez de boca–, por el callejón de los Ogando Gil, para salir hasta la calle Juan José Duarte, saludando con la mano a los espectadores circunstanciales, sin parar.

 

14) La extrañísima familia Montes de Oca –de cuyos hijos con motes raros (Bambuluna, Totila, Potolito…) solamente mi querido amigo Eduardo mantenía nombre cristiano–, con quienes me llevé muy bien en su paso fugaz por nuestras vidas, y para quienes interpreté, mientras se marchaban, con el mismo engolamiento de la voz de Anthony Ríos: “cuando se va a partir, el reloj parece que corre más”.

15) Yo, calibrando una bici BMX prestada frente a la casa de Rosalina para que me viera. Yo, tirando el trompo en el aire y sobre el cable eléctrico frente a la casa de Rosalina para que me viera. Yo, tirando unos pasitos de salsa al estilo Fania frente a la casa de Rosalina para que me viera. Yo, dándole betún a mis Hush Puppies y tratando de hacerme un curly en el cabello para que Rosalina se dignara a mirarme alguna vez, desde su altivo vestido azul de flores a la altura de las rótulas y sus sandalias de cuero tejido, camino de la iglesia domingo en la mañana.

16) Yo, otra vez, pero ahora en la marquesina del diputado Héctor Ogando, pidiéndole a mi mejor amigo el Blanco que, por favor, se quitara los guantes y no se volviera a parar del piso, pues ya lo había tumbado dos veces y no quería por nada del mundo que saliera herido.

17) Aquella noche en que, según Xiomara (la más efímera de mis novias), ella y yo ya no tendríamos que esperar hasta el próximo diciembre para “quemarnos” brillando hebillas en la fiesta de Nochebuena, así como tampoco era necesario besarnos más: en lo adelante bastaría con entrelazar los dedos, y sisar igual que las culebras shhhhhhhhhh, shhhhhhhhh, para sentir gustico.

17) Lo mucho que me dolió la baja por lesión de mi pareja Penene en la temporada callejera de las Grandes Ligas de la Plaquita, porque no había manera de que alguien pudiera batear las pelotas de trapo que lanzaba a mil por hora aquel rubito zurdo. Dios santo, ¿cómo se le ocurrió tirarse de cabeza en la playa de Güibia apenas al día siguiente del paso del huracán David? ¡Eso no se hace a los amigos! Tuvimos que dejarlo en la emergencia de la clínica Gómez Patiño, para después sortear a cuál de nosotros correspondería decirle a su mamá que la varilla de un banco del malecón, invisible bajo el agua, atravesó su cuero cabelludo…

18) Ningún estudiante de La Perito ni del Liceo Panamericano promoción 1982 supo (hasta hoy, por este artículo) que Cheché y yo en realidad no teníamos dos pantalones caqui de uniforme, sino que por las noches intercambiábamos el suyo con el mío, y parecíamos así dos carajitos ricos que asistían a escuelas públicas por puro gusto a pueblo.

19) Sí, don Manolo (espero que esté vivo todavía): es verdad que, cuando acabamos con sus patos, pasamos a comernos los gatos del vecindario –que tienen sabor a pollo frito y minuta de pescado al mismo tiempo. Pero también es verdad que el himno del cocinao siguió siendo el de siempre y en su honor, aunque alterado en una sola palabra: “gato robao vamo a comé”.

20) Tres cosas casi juntas: A: Toñito y yo echando carreras como gansos sobre el agua de la calle 29, convertida en piscina oscura después del aguacero, y gracias a la magia de las cloacas obstruidas. B: Ulises el Mono llorando desconsoladamente porque se ponchó con las bases llenas durante un juego de la Liga Mercedes en la presencia de Piñao Ortiz. C: Freddy la Mejora, corriendo como loco y llamando a su mamá la noche en que le disparé en un ojo, con una jeringuilla usada, ácido de batería rebajado con agua potable.

21) Aquella muchacha desgraciadamente fea cuyo nombre no recuerdo, diciéndome casi al oído: “llévate de José José: hasta la belleza cansa”.

22) Como no nací en el barrio, me tomó tiempo entender que a Angelito se le apodaba “Etiqueta” no porque anduviera siempre vestido con elegancia, sino porque todo el tiempo estaba pegado a un pote de romo.

23) La gran cantidad de veces que tuve que escribir con papermate en papelitos sueltos mi fórmula para crear chichiguas: “1: pliego de papel vejiga, 2: hilo de gangorra, 3: vara de pendón, 4: tiras de tela para la cola, 5: yilé para lajear, 6: hielo seco 7: diez cheles de gasolina y 8: una latica de salsa de tomate para hacer el pegamento diluyendo el poliestireno en el combustible”. Y la postdata en lapicero rojo: “si la dejas ir en banda, no me vengas a joder: coje una hoja de mascota del colegio, te inventas un capuchino, y sigue tu camino, loco”.

24) Mi relación complicada con la banda de los Peña (menos con el don, Peñita) desde que me atraparon besando a Reina (la única muchacha en aquel hogar de machos) debajo de la mata de javilla: la ira permanente en la cara con cicatrices del Mongo, la agilísima flacidez del gordo Luis, el comportamiento hiperactivamente eléctrico de Pinoché y mis múltiples peleas con Víctor, el que más sabía tirar los puños en varias millas a la redonda (sólo a un futuro poeta se le ocurre elegir como rival a un campeón).

25) Doña Chepa matando un puerco y elaborando morcilla, longaniza y chicharrón en pleno patio común, por donde todos teníamos que pasar para poder jugar pelota, y Chepita dándonos cueritos a escondidas.

26) Los cinco dulces de leche de coco tierno que me compraba en el colmado de la 33 con los diez cheles que me daban por perseguir las pelotas de los blanquitos que jugaban tenis en las canchas del Centro Olímpico, y así de paso veía el rostro luminoso de Cecilia (aunque a veces me los vendía su menos graciosa hermana Medinita).

27) Todas nuestras tácticas de evasión metódicamente aplicadas a las insinuaciones de Cachuchita, decrépito y fracasado sodomita, especializado en la vana e interminable persecución de los muchachos en flor.

28) Nuestros huesos derritiéndose y nuestra linfa congelada cada vez que Puntillita, terror del Ensanche La Fe, amenazaba con tirarse por allá el día menos pensado, para puyar un par de tigueritos con su sevillana.

29) La alegría que nos dio ver a Farina cantando la balada de su propia inspiración “Llora y sufre, Leonor”, en el programa ¿Cuánto vale el show?, aunque lo descalificaran el primer día de la competencia, y el té de jengibre que hervimos en plena calle en una lata desechada de aceite El Manicero.

30) El policía de tráfico que se subió a la guagua en la que los graduandos de bachillerato íbamos de gira a Juan Dolio aquel domingo 4 de julio de 1982 diciendo, con voz triste y compungida, bajo un sombrero blanco de plástico: “por favor, no sigan cantando en voz tan alta, que el presidente Guzmán acaba de morir de un disparo en la cabeza”.