Es la primera vez que escribo sobre una película, a pesar de que muchas me han impresionado. El golpe que recibí al ver Rafaela, me incitó al atrevimiento. Y digo atrevimiento porque no soy crítico de cine. Pero sabemos que en materia de arte, sea cual fuere, todos los juicios son subjetivos, nada es irrefutable, nada es verdad ni mentira.

El cine y la literatura son hermanos siameses. Cuentan historias. La novela y el cuento utilizan el lenguaje escrito; el cine la imagen, la música, el lenguaje oral. A fin de cuentas, lo importante es que la historia que se cuente esté bien llevada, que conmueva, que golpee, que estremezca. Y eso lo logra a cotas muy elevadas la película Rafaela, dirigida por un talentoso joven dominicano, Tito Rodríguez.

Empecemos por lo más simple, la historia. Pudo Rafaela llamarse también Los Condenados. De niña, Rafaela es obligada a trabajar en el poco perfumado ambiente de un vertedero. Allí, un día, encuentra la portada de un libro o de un dibujo que le habla de un “paraje  o paisaje encantado”. Del vertedero, Rafaela sale hacia otro vertedero humano, el barrio. Y desde el hallazgo sueña con encontrar aquel paraje encantado.

Sufre abusos  de un padrastro alcohólico y el peor de todos los maltratos por parte de su madre, el desafecto. Así crece en ese ambiente hostil, que le forja un carácter recio, y que la convierte en líder de una pequeña pandilla que comete asaltos de poca monta. Luego pasarían a un estadio superior en el mundo delincuencial: la venta de drogas. Destacar que, contrario a lo esperado, Rafaela no sufre el natural abuso sexual que le dictan sus circunstancias, al menos no se muestra de forma explícita. Este punto es un notable acierto argumental.

Sabemos que quien no posee una virtud no pueda compartirla. Rafaela no sabe de afectos; la acusan de lesbiana, porque es marimacho en su apariencia. Un traficante de más rango, tras muchos intentos, logra conquistarla, pero solo para vengarse y robarle. De esa breve relación queda Rafaela embarazada, hecho este que tendrá mucha relevancia  en el desarrollo de la trama.

El elenco de Rafaela es excelso; son actores que trabajan con una naturalidad difícil de alcanzar; logran eso que en literatura se llama verosimilitud o poder de persuasión. Ninguno sobreactúa; incluso la actriz que hace de Rafaela de niña logra una actuación notable. Y Judith Rodríguez es magistral encarnando a Rafaela.

Quienes dirigieron la película lograron instantes muy bellos a nivel de imagen a pesar de la fealdad de los entornos, así como una musicalización apropiada para tema. El talento del director se manifiesta en muchas de esas escenas.

En cuanto a las locaciones, Rafaela pone ante nuestros ojos una realidad incómoda, esa que es habitual en la cotidianidad barrial y que es ignorada por la mayoría de gente que vive en la burbuja del barrio de clase media, en las torres de la Anacaona, Piantini, Naco, etc. Hay muchas discusiones en torno al tema de la realidad en el arte; unos dicen que el cine y la literatura deben obviarla; yo pienso que toda buena obra debe reflejar esa maldita instancia llamada realidad. Y Rafaela lo logra. Una de sus virtudes es que, contrario al cine de entretenimiento barato hecho en el país, aquí no disfrutaremos de los bellos paisajes de la zona colonial o de las plazas en las que medra la clase media dominicana. Es barrio siempre, marginalidad siempre, es agonía, es sobresalto, es violencia en su máxima expresión, esa violencia que es la pobreza, la familia rota, la falta de perspectivas de un futuro prometedor.

Tiene Rafaela momentos alucinantes, como aquel en que Rafaela y sus amigos roban un carro y salen a janguear por las vecindades cercanas. Aquí se pone de manifiesto ese humor corrosivo del pequeño gánster barrial; en esas escenas escuchamos la mejor jerga del barrio y nos emocionamos con sus locuras.

En Rafaela la solidaridad es elemento crucial en el desarrollo de la trama; a pesar de que nunca recibió atención ni afecto por parte de su madre, Rafaela la cuida, trata de protegerla del abuso físico y sicológico a que la somete su chulomarido. También al final, esta condición se pone de manifiesto cuando las circunstancias obligan al más cercano de sus compañeros a mostrarle su parte más humana.

Esta película no muestra el glamur que alcanza el mundo de la delincuencia de cuello blanco, del tráfico de drogas a gran escala. Rafaela y sus amigos no tienen tiempo de  dar el salto, de mudarse a una torre con penthouse; ni de adquirir el yipetón ni visitar los restaurantes a los que es asidua nuestra clase mandataria, en la que convergen políticos, militares y policías de alto rango, empresarios, peloteros, narcos enchufados y megadivas.

El final de Rafaela nos enseña que hay castas malditas, condenadas no a cien años de soledad, sino a centurias de marginalidad. Si creces en la basura y te haces adulto en la basura, tu descendencia correrá la misma suerte. Estás condenado desde el instante en que fuiste concebido. Es una sentencia difícil de eludir.

Hay muchas películas que son obras maestras en torno a la marginalidad y a ese mundo siniestro que generan las desigualdades sociales. Una de las más conocidas es Ciudad de Dios. Rafaela pasa a formar parte de esas películas memorables, difíciles de ignorar y olvidar. Nuestro cine, de vez en cuando, pare una montaña, en vez de un ratón.