El mundo cambia bastante. ¿Pero nosotros? Muy poco. Escuchando trozos de la rueda de prensa conjunta del presidente dominicano Luis Abinader y el secretario de estado de EEUU Anthony Blinken, me llamó la atención la respuesta de Abinader a la pregunta que le hizo una periodista dominicana sobre los comentarios desafortunados del político venezolano Diosdado Cabello.

Sin duda, la decisión de Abinader de permitir el incauto del avión de Nicolás Maduro por parte de las autoridades estadounidenses en territorio dominicano, fue resultado de la mezcla de compulsión e identificación que siente RD con la política exterior de EEUU. Por su parte, en Venezuela, Cabello advirtió a la RD, con cierto descaro, que su gobierno venezolano la agarrará en la bajadita porque después de todo, “los que tenemos petróleo somos nosotros”.

A la pregunta de la periodista, Abinader respondió con una dosis de esmero y malicia retórica. Entre otras cosas, dijo: “nosotros somos la séptima economía de América Latina […] no tenemos petróleo, pero nuestra economía en estos momentos es más grande que la de Venezuela”. Ambos líderes olvidan que todo lo que sube deber de caer y que, si ahora estamos bien, mañana podríamos estar muy mal y necesitar de la caridad del otro.

No encuentro nada de falso en las declaraciones del mandatario dominicano ni tampoco en las del venezolano, sin embargo, sí creo detectar el espíritu malintencionado de y, lo más importante, el principio que sostiene la economía capitalista y la cultura pecuniaria de nuestras sociedades, la comparación odiosa. Es como el niño que acostumbra a decir en el patio del recreo “mi papá es más grande y más fuerte que el tuyo” o los raperos con la tiradera de “yo tengo más vehículos lujosos que tú porque soy el más duro en el joseo”.

¿Qué es “la comparación odiosa” y qué tiene que ver con la economía? Los economistas críticos, tales como Thorstein Veblen, nos enseñan que las actividades que predominan en la economía moderna giran en torno a los esfuerzos por adquirir y acumular riqueza. Estos esfuerzos son generados por el deseo de superar la situación monetaria y conseguir así la estima de nuestros amos y la envida de nuestros semejantes. La adquisición y acumulación no son los únicos incentivos, advierten estos atípicos economistas, pero predominan en nuestras sociedades como la clave de la distinción entre los distintos grupos socioeconómicos. Constituyen el modelo de desarrollo y explotación a seguir.

Nuestros líderes políticos entienden este principio y lo aprovechan para controlar y dominar los procesos de decisión y repartición desigual de recursos en nuestras sociedades. Pero no sólo ellos. Nuestros intelectuales de la vanguardia, dizque nuestros líderes morales, nuestra conciencia, también continúan respondiendo a este móvil de emulación pecuniaria o capital simbólico.

En una nota publicada en la prensa, un colorido bibliómano dominicano subraya cómo fue invitado, “con todo incluido”, a un prestigioso coloquio internacional organizado por especialistas “de primera línea”. Me hizo recordar una escena que presencié en un vuelo de Puerto Príncipe a Nueva York. La ex directora de la asociación de estudios haitianos, que había presidido el congreso que nos reunió en Haití, viajaba en primera clase. Allí se burlaba de la vestimenta de su humilde compatriota emigrante que se encontraba en el mismo vuelo con un vestido de quinceañera y sin abrigo en pleno invierno. Menuda obsesión de los eruditos con los epítetos de ranking, la distinción odiosa, el tema de los viajes y los beneficios recibidos, vainas tan superficiales ante la fatalidad inminente que nos rodea. Después de todo, entre las inundaciones y los incendios, este mundo se va acabar y lo que más importa es la cuestión de cómo vamos a vivir los días que nos quedan con dignidad.

¿Qué conclusiones se pueden derivar de estas observaciones? Este fantameo y comparoneo tienen un valor económico. Pero, además, dan fe de la persistencia de nuestras más bárbaras tendencias, como la de dedicar nuestro esfuerzo a valorarnos, emulando los hábitos, lo gestos y el hablar de los más prestigiosos y, a la vez, despreciando todo lo relativo a las clases precarias, a los individuos más humildes cuyo trabajo duro nos sustenta.

Es un error negar los papeles que juegan la conciencia y el arrebato demencial en los asuntos humanos, pero también es un error minimizar el de la economía. Conviene entender cómo funcionan fenómenos como la economía y los modos de pensar de los líderes retrógrados y anticuados que arrastran nuestras sociedades hacia la catástrofe. Pero, me entra la duda; tal vez sería mejor ignorarlos y concentrarnos en nuestras obras y tareas más urgentes: prestar atención a los procesos de vida y el cuidado del pedacito de tierra que hoy ocupamos (porque mañana no sabemos).