En mis más de 40 años de profesor universitario y maestro de muchos profesionales de la psicología, no había sentido la carga tan pesada con que algunos de ellos viven. Es posible que en aquellos años se viviesen problemas similares a los de hoy, solo que parece que las circunstancias de la vida hoy parecen algo más agobiantes para ellos.

Familias desestructuradas y violencia intrafamiliar, hijos e hijas de madres solteras que luchan por salir a flote, situaciones sociales y familiares límites, escasas oportunidades de desarrollo, incertidumbre acera de su vida futura, en fin, esos y muchos otros temas, han estado medrando por los alrededores de la vida de muchos jóvenes.

Las sociedades como la nuestra, esas que están muy presentes en los países del llamado tercer mundo, caracterizadas por la exclusión social, pobreza generalizada y distribución desigual de las riquezas y otras cuestiones, están escasamente organizadas para ofrecerles a la juventud oportunidades para su desarrollo pleno.

Muy a pesar del crecimiento económico observado desde hace más de 50 años, el estado y sus políticas sociales no han impactado, como era de esperarse, en el desarrollo de oportunidades para la juventud dominicana que con menos de 25 años representa casi el 50% de la población, según la Oficina Nacional de Estadística.

Según el estudio sobre juventud publicado por EDUCA hace apenas unos años no solo debemos hablar de los llamados “nini”, es decir, jóvenes que “ni estudian ni trabajan” para empezar a hablar de los “sin-sin”, para referirse a jóvenes que se encuentran sin las competencias mínimas requeridas para alcanzar una “vida digna y próspera”.

¿De qué ha servido entonces tanto crecimiento en la economía si la población no ha visto indicios de mejoramiento substancial en su calidad de vida?

Por otro lado, siento, percibo y observo una gran carga emocional para la cual estos jóvenes no parecen estar preparados para soportar y manejar. Se muestran esquivos, silenciosos muchas veces, ocultando sus ansiedades ante un mundo que se les hace cada vez más difícil y complicado.

Sin ser esa la razón única, por supuesto, viven absortos y pegados a una pantalla que creen ellos les entretiene y esquiva de lo que les agobia. Quedan atrapados por horas en unos juegos que les ofrece la oportunidad de vivir mundos, quizás escondidos en sus sueños aspiracionales, donde recrearse y alcanzar las vidas que andan buscando.

No son pocos los casos que ya cuentan con un historial terapéutico algo pesado con fármacos incluidos de varios tipos: antidepresivos o antipsicóticos para el tratamiento de condiciones distintas a la psicosis o el trastorno bipolar; como también por el abuso de drogas y bebidas alcohólicas, abuso sexual y un largo etcétera.

Su vida infantil y sus años de adolescencia vividos no les han dado herramientas de afrontamiento a las realidades que enfrentan día a día, preparándolos paulatinamente a la consulta psicológica para quienes pueden o tienen la oportunidad, como también a otras situaciones no menos trágicas que se organizan por la incapacidad social de darles oportunidades.

El desaliento crece en ellos como también la falta de esperanza pues la rueda de los acontecimientos sociales y políticos no cambia, las promesas siguen siendo las mismas de siempre y las cuestiones fundamentales que podrían ofrecerles nuevas oportunidades continúan sin cambiar.

De esa manera, la desesperanza aprendida, ese estado anímico de actitud y percepción al mismo tiempo que lo deja sin respuesta ante los acontecimientos de la vida que le vienen encima, originando en muchos de ellos una cierta frustración que les puede conducir al tedio como a la violencia o el comportamiento suicida.

La postergación constante del logro existencial y la creciente acumulación de frustración no hace otra cosa que acrecentar la pérdida del sentido de la vida y un vacío existencial que socialmente no conduce a nada bueno, pues no hace otra cosa que acrecentar su percepción de un futuro incierto.

Desde principios de los años noventa se ha reiterado una y otra vez la necesidad de fortalecer la educación primaria y secundaria, ofreciendo una educación básica de calidad, como respuesta a la construcción de una sociedad dominicana encaminada hacia el bienestar colectivo.

Treinta años más tarde seguimos montados en el mismo discurso, mientras crece en nuestros jóvenes la desconfianza y la desesperanza. No nos asombremos entonces si la sombra del autoritarismo sigue creciendo ante una democracia incapaz de dar respuesta a las mayorías.