Recientemente una amiga me contaba que le hicieron una entrevista para una revista social. Hacía muchos años que no me detenía a leerlas así que, con esa excusa, me dediqué a mirar ediciones recientes de aquella revista. Ojearla me dejó muchísimas preguntas, me generó un montón de sensaciones y, tengo que admitirlo, un cierto sentimiento de tristeza.

Hace pocos días, en Acento-TV, fue entrevistada Tahira Vargas, antropóloga social e investigadora. Lo primero que se le preguntó fue si había racismo en la sociedad dominicana. Tengo bastante curiosidad por saber cómo responderían a esa pregunta las personas que preparan el contenido y diseñan las revistas sociales. ¿Se habrán dado cuenta de que las personas de color negro aparecen en las páginas sociales principalmente como receptoras de la caridad de aquellos que tienen la piel más clara?

La sociedad dominicana no es la “viola de amor” que las páginas sociales suelen reflejar. Ese instrumento tiene catorce cuerdas, pero solamente se tocan siete de ellas. Las otras siete suenan por “vibración simpática”, es decir, por resonancia con las primeras. No somos una “viola de amor” en la que solo algunas cuerdas merecen ser tocadas.  En verdad todas las cuerdas —léase las personas de todos los niveles sociales y de ingresos, incluso los más bajo— tienen su propio sonido y su ritmo particular que merecen ser escuchados atentamente con toda su fuerza, y reconociéndoles su propio valor en la sociedad.

No se trata solo de favorecer un estilo de vida que armoniza con cierto color de piel o de peinado. No se trata solo de exponer lo que consideramos cultura e ignorar lo que a nuestro parecer no lo es. Se trata, eso sí, de hacernos más conscientes de cómo las diferencias raciales y culturales entre los distintos estratos socioeconómicos del país históricamente han sido —y son— injustamente manejadas en nuestra sociedad.  Se trata de entender cómo funciona el racismo y la necesidad de dar pasos concretos para erradicarlo (¡gracias Tahira, gracias Acento-TV!).

La historia de Cristina Martínez, una mujer dominicana con problemas de salud mental, que fue “confundida” y entregada a la Dirección General de Migración para ser deportada, testifica la urgencia de cambiar nuestros comportamientos discriminatorios. Si no fuese una mujer negra y pobre, ¿la hubieran apresado y enviado a Haití?  Lo ocurrido tendría que obligar a las autoridades gubernamentales a responder muchísimas preguntas.

Pero no solo a las autoridades. A nosotros nos invita a examinar nuestras actitudes individuales, a revisar si tenemos posturas racistas o clasistas y la causa raíz de todas ellas. Es posible que, en lo más profundo de nuestros corazones, individual y colectivamente, nos valoremos y reconozcamos la dignidad de las personas en función de su condición social o económica.

Pasar tiempo en las comunidades más pobres de nuestro país nos ayuda a repensar muchas cosas mal aprendidas. Quienes se esfuerzan en la construcción de un país más justo, fraterno y solidario descubren la riqueza que brota de las poblaciones desprotegidas cuando se les acompaña en el desarrollo de sus potencialidades, cuando se escucha la música de sus corazones. Porque no se trata de paternalismos ni de regalarles nada, sino de otorgarles las oportunidades, el respeto y la dignidad a que tienen derecho, de trabajar con ellos como compañeros y compañeras de camino, como hermanos y hermanas, en la búsqueda de un mundo mejor.

Tendríamos que hacernos conscientes de las múltiples formas, ya ni siquiera sutiles, en las que nos han inculcado la idea de que unos seres humanos son superiores a otros en función de su dinero, los privilegios que tienen o el color de su piel. Nuestros prejuicios nos dificultan el ejercicio de defender con convicción el derecho a la igualdad que consagra el artículo 39 de la Constitución. Porque en verdad, construir una sociedad en la que todas las personas sean tratadas con la misma dignidad requiere no solo hablar de la igualdad, sino también creer en ella. Que esto como primer paso está bien, pero resulta insuficiente.

Es imprescindible que además de creer en la igualdad, transformemos nuestras relaciones para poder lograrla. Podríamos empezar repasando lo que hemos aprendido en nuestra crianza y lo que hemos enseñado a nuestros niños y niñas sobre el valor y el respeto a las personas. Luego podríamos considerar cuál es el lugar que se les reconoce en la sociedad a aquellos que viven en situación de pobreza. Respondernos algunas preguntas podría ayudarnos: ¿cuáles son los nombres y las historias de las personas más pobres que admiramos? ¿Qué lecciones de vida nos han enseñado? ¿Qué lugar les concedo en la cotidianidad de mi vida y mi familia?

Reflexionar sobre la manera en que el racismo y la pobreza se relacionan y cómo la diferencia de clases sociales refuerza el prejuicio racial, también nos anima a la tolerancia, al respeto a la diversidad cultural y por supuesto, a remendar el tejido social roto por la desigualdad y a derribar los muros que impiden la fraternidad.