A Pablo Mella, SJ
Durante la Revolución alemana de 1848, el filósofo Ludwig Feuerbach escribió: “Somos lo que comemos”. Luego, agregó: “Un hombre que sólo disfruta de una dieta vegetal no es más que un ser vegetativo”. Entonces, ¿quiénes eran los santos y qué comían? Si nos atenemos a este esencialismo gastronómico, se pensaría que, porque son santos, comieron maná, por lo que bastó con llevarse a la boca un puñado de aquella especie de “cilantro blanco” para que supiera a lo que más se deseaba comer. No estoy interesado en la esencia gastronómica, pero la misma doctrina cristiana se apropia simbólicamente de dicho esencialismo a través de la transustanciación: comer la carne de Cristo y beber su sangre, en la hostia y el vino, respectivamente, es apropiarse de las cualidades de Cristo. Lo que aquí me interesa es la relación de los sujetos con los alimentos, atravesada de mitos, leyendas, creencias populares, ritos y preceptos religiosos; además, si seguimos a Michel Foucault, también podría examinar el poder que ejercen las instituciones sobre el cuerpo a través de las prescripciones dietéticas.
(Des)ayunando con San Ignacio de Loyola
Al examinar la dieta de los santos católicos, se podría revertir la afirmación de Feuerbach y, entonces, plantear “Somos lo que no comemos”. ¿Qué no comían los santos? En una curiosa ilustración de la Editorial Loyola del Ministerio Jesuita, San Ignacio, durante sus años de infancia y adolescencia en el País Vasco (1491-1507), debió haber consumido la dieta propia de la región, que consiste en carne curada, vegetales, leguminosas y pan. También bebió copiosamente sidra de manzana con alcohol. Si en algún lugar Eva le dio de comer la manzana a Adán fue en el “Edén euskérico”, también conocido como la “tierra de las manzanas”. Durante sus años de juventud, San Ignacio vivió en la Corte de Sevilla, donde disfrutaría de opíparos banquetes y delicias culinarias conforme a ese entorno, donde posiblemente saboreó los productos traídos del Nuevo Mundo, como la papa, el chocolate, el chile y el tomate.
Antes de convertirse a Jesuita (¡aún no existían los jesuitas!), Ignacio Loyola Guipúzcoa llevó una vida de bravuconadas y pleitos callejeros nocturnos. Según fuentes de Anastpaul, quizá sea posiblemente el único santo con un expediente policial en ser canonizado, además de haber sido llevado frente a la Inquisición en varias ocasiones.
Del hartazgo, pasó San Ignacio al ayuno durante su residencia en Manresa (1512). A orillas del río Cardener, hizo penitencia y ayunó severamente, lo cual afectó su salud. El ayuno afianzó su fe. Durante sus años de madurez (1522-1556), vivió pobre y más magramente comió; viajó mucho y comió poco: comió pan y bebió agua contaminada, cuando la mayoría optaba por el vino, la sidra y la cerveza, para evitar el contagio del cólera y otras enfermedades.
A diferencia de su etapa anterior, en el transcurso de sus años de madurez en Roma (1538-1556), rechazó el ayuno y aconsejó a los jesuitas llevar una dieta equilibrada. Solía comer pan negro, pasta, leguminosas, polenta y carne. Y ocasionalmente, invitado por papas y cardenales, degustaba de deliciosos platillos.
¿Por qué ayunan los católicos?
A diferencia de religiones como el judaísmo, cuya comida deber ser kosher y el islamismo, con la comida halal; en la religión católica, como todos sabemos, no hay ningún tipo de restricciones alimenticias, salvo en determinadas fechas como los viernes de la Cuaresma, los Miércoles de Ceniza y los Viernes Santo, en los que no se debe comer carne roja. Algunos católicos no comen carne durante toda la Cuaresma.
Muchos cristianos antiguos practicaron la inedia (el ayuno) y, aunque no reglamentaba por la Iglesia, esta práctica fue muy común entre los santos varones. Un santo famoso por su inedia extrema fue San Jerónimo, famélico e insomne, santo de los traductores, quien se pasaba largos períodos de tiempo en ayuna y penitencia: “Yo, que por temor del infierno me había impuesto una prisión en compañía de escorpiones y venados, a menudo creía asistir a danzas de doncellas. Tenía yo el rostro empalidecido por el ayuno; pero el espíritu quemaba de deseos mi cuerpo helado, y los fuegos de la voluptuosidad crepitaban en un hombre casi muerto”, escribió. De manera tal, que la inedia consistía en una especie de castigo de la carne ardiente. Otros santos, famosos por su inedia radical fueron San Antonio Abad, quien murió a los 105 años en ayuno; San Jerónimo -ya lo mencioné- que murió flaco, leyendo constantemente. (No todos los traductores son flacos ni traidores, ni todos los flacos son traductores, aunque sí pueden ser traidores.)
Entre los santos que practicaron la inedia radical, Laureano Benítez menciona a la “alemana Teresa Neumann. . . de la cual pudo comprobarse médicamente que no tomaba ni siquiera agua o cualquier otro tipo de líquido (sólo unas gotas de agua en una cucharilla al principio; después, ni eso). Así consiguió vivir… ¡35 años!, sólo con la comunión”. También, cita los casos de “Ángela de Foligno (+1309), estuvo 12 años en inedia absoluta; santa Catalina de Siena (+1380), unos 8 años; Elisabeth de Reute (+1421), más de 15 años; Ludwina de Schiedman (+1433), 28 años; un contemporáneo suyo, Nicolás de Flüe, 20 años; Catalina de Raconizzio (+1547), 10 años; más próximos a nosotros en el tiempo son los casos de Rosa Mª Andriani (+1845), 28 años; Dominica Lazzari (+1848) y Luisa Lateau (+1883), 14 años”. Finalmente, San Francisco, quien también reconocido por sus largos períodos de ayuno, se lamentó antes de morir: “Cuerpo mío, ¡qué mal te he tratado!”
Ahora, ¿por qué no ayunan algunos santos? Entre los desayunados se encontraba Santo Tomás de Aquino que era gordo, muy gordo, tan gordo “que en la mesa de la Abadía donde comía tuvieron que cortar un semicírculo para que pudiera sentarse y encajar su panza”, cuenta una leyenda. Al respecto, Jaume Vives comenta: “Se puede ser obeso y santo, pero no se puede entrar en el cielo con un cuerpo atlético y un corazón no arrepentido y lleno de soberbia”. En el cielo no se premia el esculturismo físico.
Y un caso curioso es el de San Carlos Borromeo que, aunque no era gordo, es el santo de los obesos y de la dieta. Fue arzobispo y cardenal de Milán y se dedicó al cuidado de los pobres y enfermos. Dormía poco y dormía menos. Es conocido como el santo patrón de las enfermedades gástricas, que incluye úlcera, cáncer, trastornos intestinales, cólicos; y, aunque no era gordo, es, especialmente, el Patrón de la obesidad y la dieta. Existe una oración a San Carlos Borromeo, en la que se le pide ayuda contra la “compulsión” de comer y cómo “curar” la gula.
Pero, ¿por qué ayunaban los santos católicos?
CONTINUARÁ