«No experimenté ninguna iluminación, ninguna aparición, en ningún momento se me manifestó la verdad, pero la continua acumulación de pequeñas ofensas, las mil indignidades y momentos olvidados, despertaron en mí ira y rebeldía, el deseo de combatir el sistema que oprimía a mi pueblo». -Nelson Mandela-
Como la gran mayoría de los que apostamos al adecentamiento real de las instituciones del Estado, celebro la puesta en marcha de una investigación legal que, hasta ahora, ha arrojado como resultado, la persecución penal de exfuncionarios, que, según el Ministerio Público, articularon en torno a colaboradores cercanos del ex santo Varón de San Juan de la Maguana, una red delictiva que sustrajo fondos ilícitos del erario público para satisfacer las ambiciones desmedidas del cortejo presidencial pasado.
Yo, dominicano promedio, exento de algunos privilegios y pagador compulsivo de los arbitrios impuestos por el legislativo para la sustentación de una economía decadente, herida y violentada por sus pasados administradores, veo al fin una luz en el camino. Viví y sentí, junto al grueso de desprotegidos que componemos el tejido medio-bajo de la sociedad, la ilusión de ver realizado un sueño que, para muchos, hasta la llegada de Abinader, parecía imposible.
Me mantuve firme en mi utópica esperanza y fragüé desde el interior de mi conciencia, abrumada por los acontecimientos execrables en materia de corrupción, miles de fantasías autistas para poder equilibrar la desesperación, manteniendo como los cristianos, la fe inquebrantable de que algún día, alguien con la decencia y la moral necesarias, apostaría al legado de Duarte y Luperón, heredando, para usufructo de las futuras generaciones, un país saneado y una justicia transparente.
La disposición del gobierno de establecer mediante un sistema de justicia independiente y combativo, sanciones ejemplarizantes a aquellos que malograron el Presupuesto Nacional para su propio provecho, responde exclusivamente al interés de este pueblo que ha sido saqueado por más de tres lustros por los que una vez fueron evangelizadores de la moral, la ética y las buenas costumbres. Esos discípulos del pastor de la Vega que inocentemente les confió la conducción de unas ideas malogradas y enterradas con él.
El pueblo vigila como nunca antes las acciones de sus líderes y vela, aunque a veces guiado por los libelos estigmatizadores de las redes sociales, por el buen desempeño de las funciones públicas. Se informa sobre procesos que antes ni a los propios políticos interesaban y él mismo estructura, con cierta ligereza, la conducta social de los servidores del Estado.
Esto debe llamar a reflexión a los nuevos incumbentes, quienes tienen la oportunidad de devolver el crédito a las ejecutorias gubernamentales, ser garantes de que el Cambio no solo fue un slogan, sino el deseo de llevar a la práctica administrativa una filosofía basada en los principios éticos que tanto cacareaba Peña Gómez.
La gente quiere eso, justicia; anhela cerrar un círculo histórico que convirtió el vivir social en una película de terror. El pueblo espera que sus pesos sean invertidos en obras de bien social, que los funcionarios respeten las normas de la Administración del Estado. Que, a causa de ello, haya mejor sistema sanitario, una educación eficiente y, no menos importante, seguridad ciudadana. Que el que “meta la mano” sufra la inclemencia legal de un verdadero régimen de consecuencias. Pero hay alguien que pide desesperadamente y, opino, al que el gobierno debe poner especial atención. El dominicano pide a gritos que los metan presos a todos.