Era media mañana y el adolescente haitiano caminaba tranquilamente por la calle desierta del frente de mi casa cuando aparecieron dos delivery de colmado en sus motocicletas. Lo sitiaron uno de cada lado, insultándolo groseramente y amenazando con atropellarlo, haciéndolo huir despavorido. Unos días antes fui testigo de un incidente similar frente al colmado del barrio, donde un trío de dominicanos agredía verbalmente a un hombre negro y lo amenazaba con llamar a la camiona. Dos incidentes en unos pocos días y en un radio de apenas dos cuadras. Multiplíquelo por miles (¿o millones?) de veces y tendrá una idea de los niveles de acoso y violencia callejera que sufren los migrantes y sus descendientes en esta época de persecuciones racistas en nuestro país. Los embustes incesantes de la derecha xenófoba, la demagogia electorera del gobierno y la complicidad tácita o manifiesta de la mayoría de políticos y hacedores de opinión, han empoderado masivamente a los bullies dominicanos, cada vez más convencidos de que el maltrato a una minoría explotada y sin derechos es señal de patriotismo.

Mientras en estos días muchos dominicanos expresaban consternación por el incidente del bebé aferrado a las rejas de la camiona, las redes también estaban llenas de gente que minimizaba lo ocurrido, lo denunciaba como un montaje o aconsejaba más cuidado en el futuro, pero solo para evitar escándalos internacionales (instigados, sin duda, por los “fusionistas” extranjeros y sus lacayos locales). Esos bullies de escritorio comparten un rasgo fundamental con los delivery del barrio: la actitud de deshumanizar a los migrantes, atribuyéndoles rasgos de inferioridad racial que los hacen brutos, brujos, sucios y peligrosos. El fondo racial de su desprecio es clarísimo, como muestran los epítetos que les lanzan en las calles y en las redes. Comparemos asimismo el trato dado a los haitianos con la buena acogida que dispensamos a los más de 115,000 venezolanos llegados en los últimos años, muchos de ellos igualmente indocumentados y sin un chele.

 

La dependencia de la economía dominicana de la mano de obra haitiana y la predilección de tantos grandes empleadores por trabajadores baratos y sin derechos, garantizan la permanencia de grandes contingentes de migrantes indocumentados en el país. Teóricamente, eso impediría cualquier intento de limpieza étnica a nivel nacional, vista la oposición que generaría entre sectores muy poderosos que se benefician de la enorme masa de trabajadores indocumentados. Sin embargo, no está de más revisar lo que dicen los estudios sobre este tema, porque la deshumanización y el abuso sistemático e impune de grupos minoritarios siempre tiene sus riesgos, sobre todo cuando los gobiernos juegan a la política con ellos, y los bullies y los fanáticos se empoderan.

 

¿Qué nos dicen los estudios sobre las limpiezas étnicas? Primero, que además de deshumanizar e inferiorizar al grupo minoritario, típicamente por razones étnicas y/o raciales, se los suele definir como una amenaza a la seguridad nacional, argumento utilizado hasta la náusea por los vinchos y sus acólitos desde hace décadas, ya sea en referencia al fusionismo, a la amenaza de enfermedades transmisibles, a la “invasión pacífica”, etc. La defensa de la patria se constituye así en el argumento inapelable con el que se justifican los abusos y violaciones de derechos, ya sea en el lenguaje burdo de la Antigua Orden Dominicana o en el más almidonado del Instituto Duartiano. También es importante enfatizar las diferencias entre la población mayoritaria y la minoría despreciada, exagerando las distinciones raciales -de las que poca gente fuera de aquí siquiera se percata-, así como las diferencias culturales, religiosas e idiomáticas. Por eso la vinculación de los haitianos con la hechicería y el vudú persiste en el imaginario dominicano, a pesar de que estos migrantes constituyen el sector más dinámico de las feligresías evangélicas entre los sectores de bajos ingresos del país. La cuestión lingüística-cultural igualmente pasa por alto sus rápidos patrones de asimilación y de aprendizaje del idioma español.

 

Otro rasgo que suele preceder las limpiezas étnicas es la exacerbación deliberada de las animadversiones históricas entre los grupos o pueblos implicados, estrategia desarrollada con gran éxito por la dictadura de Trujillo, que usó la escuela y los medios de comunicación para propagar muchos de los mitos “patrióticos” que seguimos enseñando a los niños en la actualidad. Es así como la Separación de Haití pasa a ser la Independencia Nacional, la independencia de España pasa a ser la Restauración -fecha patria de segunda- y el “Degüello de Moca” adquiere la dimensión de alto mito y cantaleta patriotera. Los organismos oficiales que promueven la versión propagandística de la historia dominicana se cuidan mucho de recordar a los dominicanos que en el 1822 le dimos la bienvenida a Boyer y sus tropas -y hasta les entregamos las llaves de la ciudad- porque venían a abolir la esclavitud. ¿Cuántos bachilleres dominicanos saben que el 9 de febrero de 1822 nos convertimos en el segundo territorio del continente americano en abolir la esclavitud, después de Haití?

 

Los estudiosos del tema nos dicen que las limpiezas étnicas no son siempre cruentas y rápidas, como la Masacre del 1937, sino que pueden hacerse de manera gradual, mediante la aplicación de políticas discriminatorias acompañadas, en nuestro caso, de deportaciones legales. Esto a menudo se asocia a prácticas abusivas no oficiales ante las que el Estado se hace de la vista gorda, como las agresiones de la Antigua Orden o el saqueo y quema de vecindarios de migrantes por turbas dominicanas, en venganza por crímenes cometidos real o supuestamente por ciudadanos haitianos. En mi barrio, las patrullas policiales motorizadas que paran haitianos en plena calle para extorsionarlos son ya parte de la cotidianidad, sin que se haya oído hablar de sanciones disciplinarias contra los que cometen estos abusos.

 

Por último, para calificar como limpieza étnica tampoco es necesario que haya una planificación y ejecución directa por parte del Estado. Basta con azuzar a los bullies y paramilitares con discursos incendiarios y medidas persecutorias -como el decreto 668-22 de Abinader, que alegando razones de seguridad nacional ordenó la expulsión de los migrantes y sus descendientes de los bateyes donde han vivido durante décadas-.

 

Al discurso antihaitiano hay que reconocerle la habilidad de simplificar la realidad, reduciéndola al nivel de esloganes patrioteros que no admiten discusión o razonamiento. Por ejemplo, de nada vale reconocer la peligrosidad actual de la situación en Haití y abogar por controles fronterizos efectivos que protejan nuestra integridad territorial, si al mismo tiempo denunciamos las arbitrariedades y abusos cometidos contra los migrantes. Quien lo hace es automáticamente un traidor a la patria, sospechoso de recibir millones de dólares de entidades globalistas perversas, empeñadas en fusionar los dos países. Tampoco vale distinguir entre migrantes haitianos y sus descendientes de segunda, tercera y cuarta generación, la gran mayoría de ellos nacidos en territorio dominicano durante la vigencia constitucional del jus solis. Para los xenófobos son todos haitianos y merecen ser expulsados sumariamente del país, sin distinción.

 

Como claramente mostró la imagen desgarradora del bebé aferrado a la camiona, hemos reprobado como país nuestra gran prueba moral de las últimas décadas. Mientras no enfrentemos a los políticos y demagogos responsables de este estado de cosas seguirá aumentando el número de dominicanos que todavía no entiende que para amar la patria no hay que odiar a nadie. Y mientras tanto, seguimos jugando con fuego…