Como vimos en el artículo anterior, la llamada “ideología de género” de matriz religiosa es un concepto polivante capaz de asimilar temas y posturas diversas en un discurso común, lo que resulta extremadamente útil para los conservadores en sus enfrentamientos políticos con los sectores pro-derechos, cuyas contradicciones internas tienden por el contrario a debilitarlos. Las diferencias más notables son aquellas entre las teorías de género feminista y queer/trans, no solamente por los significados divergentes de los conceptos “sexo” y “género” (como ya vimos), sino también porque a menudo se usan ambos términos como sinónimos -v.g., cuando se habla de género masculino o femenino para referirse al sexo biológico de la persona-.

 

Otra fuente de confusiones, quizás más común en los países de habla inglesa, es el uso del término “ideología de género” para referirse a los planteamientos del activismo trans y no al discurso religioso que originalmente acuñó el término, por lo que muchos usan “generismo” o “generismo queer” para diferenciar ambos conceptos. En lo que respecta a las posturas encontradas al interior del movimiento feminista, se utiliza el término “transfeminismo” en referencia a las feministas que asumen la conceptualización trans sobre el género y “feminismo crítico” para las que defienden la teoría original, incluyendo el carácter biológico e innato del sexo binario (o dimorfismo sexual). De esta manera se evita el término despectivo “TERF”, cuyas siglas en inglés significan “feministas radicales trans excluyentes”.

 

Por último, vale la pena aclarar el significado de “queer” y su relación con el activismo trans. La teoría queer surge en los años 90 al amparo de los nuevos paradigmas de la postmodernidad, con el propósito de “… cuestionar las visiones esencialistas, ‘naturalistas’ y estáticas sobre sexo, género y orientación sexual, y para proponer una mirada sobre la sexualidad de las personas como construcciones sociales discursivas, fluidas, plurales y continuamente negociadas”. Por su genealogía postmoderna, “[l]a teoría queer rechaza la clasificación de los individuos en categorías universales y fijas, como varón, mujer, heterosexual, homosexual, bisexual o transgénero, pues considera que están sujetas a restricciones impuestas por una cultura en la que la heterosexualidad es obligatoria, así como la heteronormatividad y el heteropatriarcado”. La teoría queer, que sirve de base a los discursos políticos del activismo trans, considera que todas estas categorías son ficticias, dado el carácter fluido y relativo de las identidades individuales.

 

El rechazo de las categorías universales, en particular “hombre” y “mujer”, despoja al feminismo de sus dos categorías de análisis centrales, género y patriarcado, que pierden todo sentido cuando se asume la fragmentación infinita de las identidades sexuales y de género, atravesadas además por diferencias de raza, clase, orientación sexual, religión, condición migratoria, colonialidad, etc. Curiosamente, desde esta perspectiva también la homosexualidad y el lesbianismo pierden su sentido original, dado que la orientación sexual se basa en la preferencia de sexo, que la teoría queer sustituye por la preferencia de género (de ahí el conflicto de algunas mujeres trans con lesbianas que se niegan a tener sexo con ellas). El problema de fondo es que, cuando se niega la existencia de categorías universales -como hombre, mujer, gay o lesbiana-, es imposible reconocer la existencia de grupos sociales que comparten opresiones y reivindicaciones comunes y por ende la acción política colectiva pierde sentido.

 

La cuestión del dimorfismo sexual de la especie humana -como todas las especies mamíferas- es el otro nudo central en el debate entre el generismo queer y el feminismo crítico, y el más conflictivo a nivel político. La negación del dimorfismo y la concepción del sexo biológico como construcción social sustentan el planteamiento de que las mujeres trans son plenamente mujeres (y los hombres trans plenamente hombres), aun cuando no hayan utilizado hormonas ni procedimientos quirúrgicos para alterar su fenotipo sexual. Desde esta perspectiva, la autodefinición de género les da derecho a las mujeres trans a participar como mujeres en cualquier actividad (competencias deportivas, concursos de becas, cuotas de participación política, etc.) y en cualquier espacio tradicionalmente reservado a mujeres (cárceles, refugios para mujeres violadas, vestidores, etc.).

 

Junto al tema de los niños y adolescentes trans (que trasciende el alcance de este artículo), la cuestión de la autodefinición de género y su reconocimiento legal es el que más rechazo social genera y es por tanto el más utilizado por los sectores conservadores para promover sus discursos de odio y negar derechos a las personas trans -y potencialmente también a las personas gays y lesbianas, como acabamos de ver en Italia con el retiro de derechos parentales a parejas del mismo sexo-. La satanización conservadora de los trans no admite grados ni reconoce derecho alguno, como hemos visto en los EEUU con las medidas cada vez más regresivas adoptadas en los estados gobernados por republicanos, que van desde la censura de libros hasta le negación del acceso a procedimientos y seguros médicos.

 

El caso estadounidense pone de relieve las complejidades políticas que subyacen a este debate y ofrece algunas lecciones que en RD deberíamos aprovechar. El hecho de que los republicanos hayan convertido el tema trans en su buque insignia de cara a las elecciones del 2024 muestra la potencia movilizadora del tema entre los sectores conservadores, aún cuando el 80% de la población general reconoce que las personas trans sufren discriminación y el 64% favorece la adopción de protecciones legales contra la discriminación en el mercado laboral, la vivienda y el acceso a espacios públicos. ¿Qué hay detrás de esta paradoja? La respuesta probablemente sea ese 60% de la población que, en la privacidad de una encuesta anónima, dice creer que el sexo biológico con el que nacemos nos define como hombres o mujeres, rechazando así la premisa del sexo como construcción social. Eso también explica por qué el 58% de la población piensa que los atletas trans deben competir en equipos que se correspondan con su sexo biológico al nacer.

 

En los EEUU, como en otros países, la polarización extrema del debate trans deja pocas opciones entre la ultraderecha odiadora, por un lado, y, por el otro, los sectores progresistas que apoyan públicamente la totalidad del discurso trans, en aras de defender los derechos de la diversidad ante las embestidas de los anti-derechos. En este contexto, los progres que cuestionan cualquier aspecto de este discurso son calificados automáticamente de prejuiciados, reaccionarios y transfóbicos, por la que muchos optan por guardar silencio, lo que contribuye a mantener la polarización extrema que solo beneficia a la derecha y sus políticas de odio. Lo que las estadísticas antes citadas muestran es que la mayoría de los estadounidenses apoya los derechos de las personas trans sin necesariamente estar de acuerdo con la idea de que todo varón biológico que se autoindentifique como mujer debe ser reconocido automática y plenamente como tal, tanto en términos sociales como legales.

 

El principal aprendizaje de todo esto es que para defender la dignidad y los derechos de las personas trans no hay que negar la realidad biológica ni adoptar posturas contrarias a la ciencia. Para cambiar los términos del debate y debilitar la posición conservadora es necesario que la gente progre que ahora guarda silencio -incluyendo feministas y LGBTI- empecemos a asumir públicamente nuestros acuerdos y desacuerdos con el generismo queer. En nuestro país es cuestión de tiempo antes de que cualquier iniciativa a favor de los derechos de la gente LGBTI -por mínima que sea- desate los demonios de la derecha teocrática. La misma que, siguiendo el guión de sus mentores trumpistas del Norte, con todos sus positions papers, campañas publicitarias y anteproyectos de ley prefabricados, nos va a inundar con el mismo discurso anti-trans que tan buenos resultados tiene en otras latitudes. No dejemos que nos cojan desprevenidos.