«Sin duda, para los ricos que nunca han conocido esta clase de sufrimientos, hay en ella algo de despreciable e increíble; pero las angustias de los infortunados no son menos dignas de atención que las crisis que revolucionan la vida de los poderosos y de los privilegiados de la tierra». -Honoré de Balzac-.

Nacer y crecer en condiciones económicas deprimidas, y, vivir bajo los influjos de las luchas que vienen a determinar la posición social de los individuos a partir de su relación con el aparato productivo, representa, para quienes solo tenemos un cajón de ilusiones, un largo camino por las rutas del desamparo y la discriminación. Ilusiones perdidas a causa del repudio de los pudientes a personas humildes. Violentadas, dichas gentes, por el sistema cada vez que requerimos un servicio mediante el cual deben garantizársenos los derechos humanos establecidos en el orden natural y resguardados por el constitucionalismo positivo.

La arbitrariedad en ese sentido es mucho más común de lo imaginable. Máxime, cuando los abusos se efectúan a sabiendas del descuido de las autoridades competentes, traducido a un régimen de sanciones nulo o precario y que a su vez es sustentado en los cimientos de un libre comercio cuya mercancía es la vida humana. Es la inacción que castiga a una clase social extenuada y resignada por el constante desconsuelo que causan las insatisfacciones materiales para la existencia misma. Esa multitud es víctima de la otra, usufructuaria de las oportunidades que brinda la tierra a los elegidos por el destino.

Las esferas enquistadas en el cénit de las castas criollas, de pocas carencias y de ciertos caprichos suplidos por las mieles que brindan la abundancia de recursos económicos adquiridos con esfuerzos o a la fuerza. Probablemente, erigidas en centinelas del porvenir humano, podrán tener más excusas que razones a la hora de abordar la complejidad subyacente en el repulsivo sector privado de salud, efectivo a la hora de cobrar y retener dinero previo a ofrecer socorro al enfermo, pero altamente lesivo al interés de los depauperados cuando de brindar una atención primaria de calidad se trata.

El maldito depósito, que impunemente exigen, se ha llevado de cuajo la vida de compatriotas que, por nacer del lado equivocado de la balanza, han debido terminar sus últimas horas en un viacrucis infernal y desmoralizante. Rebotando de un lugar a otro sin que su dolencia despierte el menor de los remordimientos a quienes tienen como premisa el anticipo por atención a emergencia o la muerte degradada a su máxima expresión. Obligados a padecer miseria aun cuando solo necesitan respirar.

Con esa práctica antihumana, canibalesca, medieval, repugnante y abusiva, las clínicas están destruyendo no solo las vidas de los pacientes pobres incapaces de cumplir las exigencias económicas impuestas por los dueños indolentes en contra de gente que no tiene la culpa de las debilidades del sistema de seguridad social, sino que también se sumergen en un estado indefinido de rabia, desesperanza, sufrimiento y miedo a los familiares. Revictimizados por el ordenamiento legal, romántico en sus letras y laxo en la aplicación material de sanciones a los infractores, por el cual tienen que mendigar.

Negarle atención a las personas que buscan con desesperación un lugar que mitigue la asfixia desesperante que produce el dolor de la muerte, es la mejor manera que tienen algunos sectores de mostrar el poder adquirido a través de los tiempos, con el que atrofian el devenir de los pobres conculcando un derecho básico y elemental para el desarrollo humano y extendiendo absurdos privilegios a los suyos, sin reflexionar sobre el daño irreparable producto de su acción.

¿Qué costo tiene para “los hijos de nadie” hallar esperanzas y seguir respirando mientras fingimos una vida? Desde la concepción naturalista del derecho, y a partir de la elaboración de las normas internas y supranacionales, los hombres nacemos libres e iguales en dignidad y en derecho. Pero en la tierra Duarte y Luperón, el derecho solo se aplica cuando los afectados poseen fortunas y la dignidad tiene precios que el pobre no puede pagar, dejándonos bien claro: para vivir y recibir servicios básicos de salud hay que pagar un costo demasiado alto.