«Los estados, por supuesto, tienen estructuras internas complejas, y las elecciones y decisiones de los líderes políticos están muy influenciadas por las concentraciones internas de poder, mientras que la población en general suele verse marginada». -Noam Chomsky-.

A lo largo de la historia republicana, nuestras autoridades legislativas se han visto en la sagrada obligación de evacuar normativas protectoras y creadoras de derechos colectivos, tomando en cuenta los principios básicos del fundamentalismo constitucional y, a su vez, pretendiendo endurecer aquellos que, por su naturaleza, son resguardados en tratados internacionales de los que somos signatarios como país. De estos acuerdos, se han tomado las prerrogativas universales que hacen del ser humano el centro de las políticas estatales y la razón para la ejecución de estas.

Acuerdos y legislaciones débiles en su aplicación, a veces por la poca vigilancia del Estado, la ignorancia normalizada de los servidores públicos, la mercantilización de los servicios destinados a su protección y la utilidad neta como fórmula única del sector empresarial, acorazado en entelequias societarias con la que dobla el pulso a gobiernos y gobernados. Indolentes a la hora de prestar una asistencia que no cumpla con su fin único de acumulación metálica, sin importar que esta negativa, arrastre al Gehenna a personas con las mismas características biológicas que ellos o sus familiares.

Entre esos derechos, estructurados en el esquema denominado de segunda generación, está el derecho sagrado, constitucional y fundamental de la salud, recogido en todas sus formas en la ley general que lleva su nombre y sintetizado en el artículo 61 de nuestra Carta Magna.  Uno de los más transgredidos en este esquema injusto que antepone los beneficios mercuriales por encima de la vida humana. Acarreando nocivos efectos para el devenir de quienes buscan socorro en las puertas de aquellos lugares llamados por ley a preservar el único bien sine qua non, para la subsistencia del homo sapiens sapiens.

Más fuerte que la convencionalidad, tratados, leyes, resoluciones y el propio Texto Sustantivo de la nación, han demostrado ser el mercado, la poderosa mano invisible de Smith y los actores que tienen como mecanismo de intercambio, asistencia sanitaria y sus derivados. Su fuerza indescriptible los ha convertido en prebostes de un régimen deficiente y oprobioso. Herencia maldita de gobiernos incompetentes que, por congraciarse con aquellos tutumpotes, permitió la instauración de un mecanismo a todas luces abusivo, perverso y discriminatorio en perjuicio de la gente más vulnerable.

Faride Raful, senadora por el Distrito Nacional a quien no tengo el gusto de conocer, y que, solo nos unen lazos de filiación partidaria, ha levantado su voz y propuesto una ley de mejoras significativas al régimen público de salud, mediante el cual, busca la prohibición del cobro de depósitos o anticipos por conceptos de atenciones de emergencias en clínicas privadas, que ojalá, sea convertida en realidad por sus homólogos en ambas cámaras legislativas. Eso, sin lugar a dudas no salda la deuda social acumulada en ese renglón, pero constituye un alivio en los sectores de la población económicamente deprimidos, principales víctimas de la trasgresión a los derechos de salud.

¿Por qué existe la necesidad de proponer una norma que vele por la debida interpretación y aplicación de las premisas, previamente discutidas y establecidas en la Constitución política del Estado, la ley general de Salud, reglamentos y resoluciones? ¿Qué elementos toman en consideración, dueños, administradores y médicos de clínicas privadas adscritos a la seguridad social para determinar, mediante números fríos, qué cuesta la vida de un ser humano? La respuesta parece compleja, pero la solución es tan simple como poner en marcha los mecanismos que eviten a los dominicanos padecer la indiferencia de los servicios médicos por no tener recursos líquidos con los que hacer el maldito depósito que los conduce a la muerte.