La gran pintora Clara Ledesma fue maravillosamente representada durante los primeros días de la XXX Bienal Nacional de Artes Visuales, como una estatua viviente enmarcada en uno de sus cuadros, por Jade Escalante, otra artista, ella joven, actriz de teatro, talentosa, luchona y luminosa, originaria de Los Mina, que desde hace tres años vive en la Calle Espaillat, en el corazón mismo de la zona colonial, desde donde se esfuerza a diario por superarse en su carrera artística.

Tras la personificación y declamación de un texto que ella misma creó en base a una rigurosa investigación biográfica sobre la icónica creadora dominicana, Jade se desmaquillaba y salía de la Plaza de la Cultura a paso apresurado para abocarse a la búsqueda ansiosa de otro lugar donde residir. La dueña del edificio donde alquila en la actualidad, le comunicó hace apenas unas semanas atrás que debía abandonar el apartamento porque la propiedad ha sido vendida a una dama de nacionalidad francesa que piensa hacer del edificio un hotel de lujo o algo similar.

Jade ya sabía que eso sucedería en cualquier momento; la arrendadora le había avisado oportunamente desde un principio, al firmar el contrato, y así constaba en una de las cláusulas. Lo que no sospechaba, en cambio, es lo complicado que iba a ser encontrar en la zona otro apartamento parecido por ese mismo precio. Los alquileres se están disparando hacia arriba y, lo más probable, es que tenga que buscar en otro sector de la ciudad o, eventualmente, regresarse al otro lado del río (o sea, vuelta para atrás).

Cuando yo supe eso, el día que la conocí personalmente, a Jade, no a Ledesma, en una bulliciosa noche de alegre convivencia en el parque Duarte, entre Billini y Hostos, balbuceé  de manera espontánea e inconsciente un asomo de oración que rezaba algo así como “mar todo poderoso, sálvanos de la gentrificación”.

Y es que se me ocurrió pensar que una cosa buena del turismo de sol y playa, ese turismo que se instala en los destinos costeros, ansioso de merengue, mar y ron, ese turismo que llega mayormente al país, es que todavía atrae a muy pocos viajeros a la capital. De hecho, en un informe generado por el Ministerio de Turismo en el año 2020, se reportaba una tasa negativa de crecimiento de la actividad turística en la Ciudad Colonial. Tras un incremento lento pero sostenido de visitantes entre el 2012 y el 2017, se registraba luego un paulatino decrecimiento.

Quién sabe cómo están ahora las cifras, pero lo cierto es que, felizmente, los turistas son bastante tercos: no están mucho por la labor de sacrificar horas de rostizada caribeña por la Catedral Primada de América. Los que llegan lo hacen mayormente de la mano de los operadores turísticos que los sacan durante algunas horas de los resorts donde están apertrechados para traerlos en excursión, darles un paseo por la ciudad histórica y, acto seguido, en la tarde, regresarlos de vuelta a sus chaiselongues a la orilla del agua.

Una consecuencia ventajosa de estas rápidas escapadas de ida y vuelta es que no pernoctan en la zona. Eso significa que, tras su fugaz presencia, el grueso de los turistas desaparece y las calles regresan a sus anchas, es decir, a sus habitantes originarios. A los dominicanos y dominicanas, pues.

Por eso, todavía (y ojalá así se mantenga) no se ven –como ocurre en otras partes del mundo- avalanchas de extranjeros que asedian, día, tarde y noche las viabilidades de ciudades mundialmente conocidas que han terminado siendo totalmente engullidas por un turismo fuera de control: Venecia, por poner un ejemplo, es invivible para los venecianos, así como Roma, su centro histórico, para los romanos.

Contrariamente a lo que sucede allá, en la vieja Europa, aquí, en la zona colonial, ha existido un equilibrio, un maravilloso equilibrio, entre la ciudad abocada al visitante y la ciudad de los lugareños, entre la infraestructura pensada para el incuestionable disfrute de los que vienen de afuera y el vaivén de la vida cotidiana propia. Es un equilibrio, empero, de suma fragilidad que, como cuerda de funambulista, empieza a deshilacharse, pudiendo en cualquier momento terminar de quebrarse. En este sentido, aún se está a tiempo de escoger e inclinar la balanza, no ya hacia un modelo turístico que rompe, fractura y expulsa, sino hacia uno que apueste por el sostenimiento, fortalecimiento y empoderamiento del tejido social y cultural local preexistente.

Así, pues, mientras se defiendan y subsistan en la zona colonial los salones donde las mujeres ejecutan el antiguo ritual caribeño del pedicure, mientras haya hombres sentados al fresco de las seis de la tarde en medio de la acera, mientras haya colmados en las esquinas como faros y boyas donde poder comprar tres cocadas para el antojo, una libra de arroz para el almuerzo y dos presidentes para el calor; mientras las familias terminen el día conversando y meciéndose en las galerías a la vista de los transeúntes, mientras haya una puertecita cualquiera que se adentre en un templo donde una pastora apela al camino divino, mientras haya un frutero con mangos, aguacates, plátanos o lechosas recorriendo las calles, entonces, entonces seguiremos a salvo: el mar (o una acertada política) nos estará protegiendo todavía de la gentrificación y quién quita que los precios de alquiler regresen a números razonables, accesibles al bolsillo nacional, Jade Escalante encuentre un lugar digno para seguir su lucha diaria por el arte y Clara Ledesma siga, desde el lugar en el cielo donde se encuentre su alma, inspirándose para sus maravillosos cuadros.